La muralla verde aún espera ser descubierta. Se trata de la mejor película de Robles, la mejor hecha en Perú, y una de las más importantes del cine latinoamericano de la década del setenta. Lamentablemente, nuestros críticos de turno la defenestraron, o no le encontraron mayores méritos (1). Eso, sumado a la dificultad de verla, ha hecho que haya pasado inadvertida no solo para nosotros, sino también para muchas generaciones de cinéfilos.
La película se basa en una experiencia personal del realizador. Desde una narración fragmentada, pautada por constantes vueltas al pasado, acompañamos a Mario (Julio Alemán), a su mujer Delba (Sandra Riva) y a su hijo Rómulo (Raúl Martín) en Tingo María. Acogiéndose a un programa estatal que promueve la colonización de la selva, Mario tiene que luchar con la burocracia para acceder a lotes de tierra virgen y poder trabajarlos sin problemas.Robles presenta la realidad de la familia esencialmente unida a la memoria: experimentamos un ir y venir del presente al pasado y viceversa, lo que se logra gracias a un motivo que permite el pliegue o que sirve de bisagra para la conexión de los dos tiempos: puede ser Mario llamando a su esposa desde lo lejos, la referencia al toro Mendelssohn en una conversación, o la asociación de imágenes por contraste -como la de un molinito al pie de un riachuelo con la de una rueda metálica oxidada que hace subir el ascensor en las oficinas de la ciudad-.
Lo interesante es que esa devolución de uno a otro tiempo es torrencial, vertiginosa, como parte de un sistema interno del filme, de tal manera que es casi imposible hablar ya de flashbacks. A la vez, cada momento está cargado de un sentido particular por la precedencia de su polo contrapuesto -casi siempre es un paso de la vida a la muerte o al revés, de la represión a la liberación, de la oscuridad a la luminosidad-.
Pero no hablamos de un mero juego lógico y repetitivo. Al contrario, Robles no solo logra que, poco a poco, vayamos conociendo mejor el proceso por el que ha pasado Mario (ese sería el uso funcional y narrativo). En otro nivel, la oscilación entre el presente y el pasado tiene dos fines. Por un lado, resalta la naturaleza cambiante del estado de las cosas, subraya su precariedad y finitud. Pero, por otro lado, es una expresión de la fractura que configura la interioridad de este limeño establecido en Tingo María. Mario intenta fundarse de nuevo (a sí mismo junto a su recién formada familia) en un mundo diferente, opuesto al de la capital; un mundo virgen, vital, donde pueda sentirse enraizado con la naturaleza a través del trabajo físico propio del colono que siembra, cosecha, cuida el ganado, etc. Lo que vemos en el filme es este esfuerzo, este intento, pero no estamos seguros de ver o sentir el logro del objetivo. El ir y venir entre el presente y el pasado habla, mas bien, de una lucha personal que amenaza con ser tragada por la memoria, de la dramaticidad de un choque crítico que vive en Mario y que a la vez lo determina: La muralla verde trata sobre una nación partida en dos, y él está en medio de ambos pedazos.
EI protagonista deja Lima por razones que no se han hecho explícitas, pero que Robles expresa a través de su cámara. Los tonos lavados y grises de la fotografía se unen a un paisaje urbano congestionado y moribundo, a unos encuadres que aprisionan la geometría de objetos y pórticos, a una profundidad de campo que expresa el vértigo burocrático cuando se atraviesan pasillos y se suben pisos interminables. Por su parte, el paisaje selvático luce desbordante y está determinado por su amplitud y por tomas panorámicas muy líricas. Pero eso no es todo, hay otro aspecto del lenguaje fílmico que Robles domina con maestría y al que comúnmente no se le presta atención: el sonido. Este no solo sirve de nexo que hilvana o enfatiza -según sea el caso- la colisión entre presente y pasado. El sonido también termina por configurar al paisaje. Por lo general, y sobre todo en las oficinas estatales, lo que escuchamos es el vacío que remarca el eco tétrico de las voces, acorde con el carácter espectral y mortuorio de la metrópoli. En contraste, la selva siempre envuelve con una gama de ruidos frescos, tintineantes y vivos, gracias al oleaje del viento sobre los árboles o al arrullo del río.
En ese sentido, podemos decir que Mario ha captado algo que los demás no, ya que su empresa es vista por los padres de su esposa como una locura. Para él, la salida del subdesarrollo no está en Lima sino en la tierra virgen (si debemos acusarlo de algo, es de recuperar un vitalismo algo anacrónico), y su fracaso contribuye a una notable representación del drama nacional: el suyo es el conflicto del hombre que no se encuentra en su propio país, que se la juega por un espacio inexplorado que no le pertenece y que, a su vez, tiene un espíritu secreto que solo podrá escuchar, que solo podrá mirar al final de la aventura.
Como ya hemos mencionado, uno de los motivos dramáticos más importantes del filme es que Mario lucha por hacerse de su tierra. Además del trabajo duro, tiene que expulsar a escopetazos a unos empleados estatales que destruyen sus sembríos. Gracias, entre otras cosas, al nervio y la fuerza interpretativa de Julio Alemán, Mario da la sensación de ser todopoderoso, lo que se reafirma cuando vemos el disparo (¿imaginario?) que hace al burócrata que tramita la compra de los lotes. Una de las cosas que hay que tener en cuenta para comprender la película es esa actitud omnipotente y desafiante del protagonista, que se cambiará por una presencia extremadamente vulnerable cuando una serpiente muerda a su hijo. De esta forma, volvemos a situar el conflicto que está detrás de La muralla verde. Mario ama esa tierra salvaje en la que ha hecho su hogar, pero lo que se desprende del filme es que él sigue siendo un colono. Y es que este es un territorio al que, a pesar de sus esfuerzos, nunca llega a pertenecer del todo. Eso lo podemos colegir porque, cuando Robles presenta el punto de vista de su héroe, lo hace mostrando a la selva de dos modos: como un mundo idealizado, o como algo de lo que apropiarse bajo el modelo de la producción, de la posesión.
A diferencia de su progenitor, el pequeño Rómulo conoce la nueva tierra como si fuera su espacio originario; lo que se suma a una mirada originaria, aquella que le es propia porque es un ser que empieza a vivir. La suya es una relación íntima con la naturaleza -ama a los animales, como a Mendelssohn, el toro domesticado de la granja familiar- y, como tiene una sensibilidad especial, vemos varias escenas en las que su padre lo amonesta, ya que no lo comprende. Tendrá que ser una desgracia -como en toda tragedia clásica- la que abra los ojos de Mario a una dimensión nueva, esa que su hijo sí percibe.
La muralla verde vuelve al tema de la mirada, algo que debemos entender como diferente a la acción o producción, y que también es escuchar una llamada, tener una actitud humilde, despertar los sentidos desde otra disposición existencial. Se trata entonces de ver, de oír, de sentir la presencia espiritual de un espacio primigenio. Eso es lo que hace Rómulo: el tiempo que sentimos con él da la contraparte al de su padre. EI niño tiene una relación intuitiva con su entorno. Su comportamiento taciturno esta en armonía con largas tomas que lo presentan subiendo al techo de la cabaña y observando en secreto los quehaceres de su madre. Por otro lado, Rómulo pasa los días contemplando el pueblito en miniatura que ha construido al lado de un riachuelo -una especie de minúscula Tingo María hecha de muñecos de plástico, casitas de madera y unos figurines de barro que parecen haber sido confeccionados por indígenas-. Podemos decir que esta replica de juguete es coherente con la perspectiva general del niño: el tamaño del pueblo real de Tingo María es insignificante en medio de ese cosmos natural inmenso e ingobernable del que él se siente parte.
De pronto, al niño se le ocurre que una copa haga las veces de campana, tocada con cada vuelta de un diminuto molino. Y en una secuencia alterna, vemos a una serpiente que sigue el sonido del cristal, lo que finalmente la llevará al chico. Esto es irónico, ya que en una antológica secuencia habíamos visto cómo un toro "se" suicidaba -estrellándose contra un árbol- por tener que abandonar a Rómulo. Ahora, será otro animal el que acabe con la vida de este melancólico niño de la selva. Se trata de una paradoja que también sella la pertenencia absoluta de este personaje con su entorno, el mismo que hasta ese momento seguía siendo "La bella durmiente" (por una radio sabemos que este es el mote de Tingo María) y no había manifestado su poder, ni había representado algún peligro para la familia.
Desde que la serpiente venenosa muerde a Rómulo, la película se hace angustiante, pero también más densa y sabia -las imágenes empiezan a formularnos más interrogantes, a expresar algo muy fuerte en el silencio-. Los esposos se encuentran en el camino y Mario le pregunta a su mujer qué ha pasado, por qué ha dejado la cabaña y ha ido al pueblo. Robles hace una elipsis y los vemos corriendo hacia el hospital a través de un largo travelling. Ya no hay diálogo que valga, solo sirve apurarse para ganarle a la muerte.
Sería un despropósito hacer interpretaciones unilaterales y buscar culpables, como echar la culpa a la burocracia estatal: el antídoto no llega a tiempo, entre otras cosas, porque la llave que abría el cajón respectivo la tenía un médico que había ido a acompañar a la comitiva presidencial que en ese momento visitaba la provincia -un nuevo acercamiento al modus vivendi nacional, el mismo que siempre le hizo la vida imposible a Mario y que sigue estando presente en la recta final de su aventura-. En La muralla verde, hay una concatenación de hechos que desembocan en una desgracia inevitable, ya trazada por la providencia. Y es que también podríamos culpar a la madre: cuando un indígena le propone chupar la herida de inmediato -un remedio tradicional para salvar a la víctima-, ella se niega diciendo, sin pensarlo mucho, que "no hay tiempo". A fin de cuentas, el destino será el que decida la muerte del niño justo cuando Mario llegue con el medicamento.
Es en este punto que la película detiene las vueltas al pasado y se instala en un presente mudo, terrible y pleno de sentimientos encontrados, de desesperación quieta, de aturdimiento total. Los esposos no han podido impedir que muera su hijo, y esta desgracia inconmensurable los pone frente a la imposibilidad de pensar y de hablar, e incluso ante la imposibilidad de consolarse mutuamente o de compartir el dolor. Desde que fallece el niño, desde que la muerte le gana la carrera a un hombre hasta ese entonces imbatible, Robles va a resolver los veinte minutos restantes de metraje sin ninguna palabra, sin una sola conversación. Los esposos van a regresar sollozando en medio del silencio y ya no resonará la voz de la memoria, o la agitación interior del personaje. Mario se ha reducido a la impotencia total, al enmudecimiento fúnebre en un tiempo presente que golpea con dureza cada segundo y frente a un espacio exterior que no deja de interpelarlo.
Entonces, la cámara revelará lo invisible, lo que hasta entonces estaba oculto en la muralla verde. A través de tomas inmóviles que filman paisajes vacíos (vegetación y caminos de tierra), aparece otra percepción de ese medio circundante que pareciera haber adquirido un alma: la naturaleza deja de estar subordinada a la memoria e impone su presencia donde solo se oye el silbido del viento. Ahora, Mario y Delba comparten el silencio de ese respetuoso cortejo de indígenas que han prestado sus canoas para regresar. Esa puede ser la secuencia más poderosa del filme, ya que se aprecia la vulnerabilidad total de los personajes, sumidos en un entorno ajeno del que recién toman conciencia. Están en canoas diferentes y todavía no pueden compartir sus sentimientos. Están más solos que nunca en medio del río, acompañados por indios cuyos rostros hieráticos expresan respeto por el deceso del niño, pero también cierta sabiduría en relación a su hábitat, sabiduría que es parte del paisaje y que pertenece a la misma selva que ahora se convierte, para la pareja, en un lugar inextricable y desconocido, un universo misterioso y quietamente animado.
Mario presta atención al timbre de la copa que suena una y otra vez. Parece que nunca antes se hubiera fijado en él, y eso es muy significativo. Por primera vez, el protagonista mira ese mundo que ahora se convierte en una gran interrogante. Mario se acerca al origen del sonido y observa el pueblito de juguete. Luego rompe en llanto y destruye el molino de su hijo, para acabar con ese sonido terco y permanente. En otro nivel, es una manera de expresar su odio por esa realidad que alguna vez soñó como un paraíso. Sin embargo, pasado el momento de ira, Robles inserta varios primeros planos de los hombrecillos que habitan la maqueta. Algunos se tapan los ojos, otros tienen la boca abierta de asombro, otros tienen una lágrima de barro cayendo por su mejilla. ¿Son los espíritus ancestrales de la selva que comparten su dolor? ¿Son los muertos o fantasmas de los que alguna vez se tragó esa muralla verde? El hombre se detiene en los gestos pasmados de esas figuras, y luego decide reparar la minúscula campana. El sonido vuelve, intermitente y punzante, y pareciera que ahora lo acepta con respeto. ¿Es el latido de la selva que Mario recién puede escuchar? Lo interesante no es sólo que estos veinte minutos hacen estallar un indómito y casi "divino" poder expresivo del espacio y del silencio. También se ha dejado de poseer la naturaleza para contemplarla, para oírla y mirarla, así como se ha trastocado la ambición por la humildad.
Por último, hay una tensión, un dolor contenido que espera un desahogo mutuo. Porque, ahora, el desamparo se ha hecho patente y obliga a ver de frente ese cosmos inmemorial. Entonces, cuando la oscuridad empieza a cernirse sobre el rostro de Mario, veremos romperse los diques de la vergüenza y la impotencia por breves segundos, antes de que un preciso congelado cinematográfico haga el puyazo final. De esa forma, Armando Robles da término a un drama de dimensiones trágicas, que convierte a un personaje poderoso y vigoroso -que se sobreponía a la pusilánime resignación de los limeños- en el más frágil de los mortales. Pero también podemos finalizar diciendo que La muralla verde muestra los paradójicos esfuerzos de un hombre por ser feliz en una nación quebrada, imposible.
(2005)
Notas
(1) Se trató de un recibimiento negativo de la critica peruana, más no de la critica internacional. La muralla verde ganó, en 1970, el Premio Hugo de Oro a mejor película y el Premio Especial de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Chicago, lo que le abrió las puertas al mercado norteamericano y a algunos festivales europeos.