LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Monday, April 30, 2012

ALEMANIA, AÑO CERO (1948), DE ROBERTO ROSSELLINI. POR ANDRÉ BAZIN.






El misterio nos asusta y el rostro de un niño provoca un deseo contradictorio. Lo admiramos de acuerdo con su singularidad y sus características específicamente infantiles. De ahí el éxito de Mickey Rooney y la proliferación de las manchas rosadas sobre la piel de las jóvenes vedettes americanas. El tiempo de Shirley Temple, que prolongaba indebidamente una estética  teatral, está completamente terminado. Los niños del cine no deben ya parecerse a muñecas de porcelana ni a Niños-Jesús renacentistas. Pero, por otra parte, quisiéramos protegernos contra el misterio y esperamos inconsideradamente que estos rostros reflejen sentimientos que conocemos bien, precisamente porque son los nuestros. Les pedimos signos de complicidad y el público se pasma y saca sus pañuelos cuando un niño traduce los sentimientos habituales en los adultos. De esta manera, queremos contemplarnos en ellos: nosotros, más la inocencia, la torpeza, la ingenuidad que ya hemos perdido. El espectáculo nos conmueve, ¿pero no es cierto que también lloramos quizá por nosotros mismos?  

Con muy raras excepciones (Zéro de conduite, por ejemplo, en donde la ironía tiene una gran importancia) los films sobre niños especulan a fondo con la ambigüedad de nuestro interés por esos hombres pequeñitos. Reflexionando un poco se advierte que tratan la infancia como si precisamente fuera algo accesible a nuestro conocimiento y a nuestra simpatía: han sido realizados bajo el signo del antropomorfismo. En cualquier lugar de Europa no escapa tampoco a la regla. Radvanyi ha jugado con una habilidad diabólica: no le reprocharía su demagogia en la medida en que acepto el sistema. Pero aunque vierta una lágrima como todo el mundo, me doy cuenta de que la muerte del niño de diez años abatido mientras toca "La Marsellesa" en la armónica, no nos conmueve más que en cuanto se parece a nuestra concepción adulta del heroísmo. la atroz ejecución del chofer del camión con un nudo corredizo de alambre, posee, por el contrario, a causa de su motivación ridícula (un mendrugo de pan y un trozo de tocino para diez chavales hambrientos) un no sé qué de inexplicable e imprevisto que revela el misterio irreductible de la infancia. Pero, en conjunto, el film utiliza mucho más nuestra simpatía por los sentimientos comprensibles y visibles de los niños.

La profunda originalidad de Rossellini consiste en haber rechazado voluntariamente todo recurso a la simpatía sentimental, toda concesión al antropomorfismo. Su crío tiene once o doce años y sería fácil e incluso normal que el guión y la interpretación nos introdujeran en el secreto de su conciencia. Sin embargo, si nosotros sabemos algo de lo que piensa o siente ese niño no es nunca por signos directamente legibles sobre su cara; ni siquiera por su comportamiento, ya que solo lo entendemos a saltos y por conjeturas. Es evidente que el discurso del maestro nazi está directamente en la raíz del asesinato del enfermo inútil ("hace falta que los débiles dejen el sitio para que vivan los fuertes"), pero cuando vierte el veneno en el vaso de té, buscaríamos inútilmente sobre su rostro algo más que atención y cálculo. De aquí no podemos concluir ni indiferencia, ni crueldad, ni un eventual dolor. Un profesor ha pronunciado delante de él unas determinadas palabras, que se han abierto paso en su espíritu, y le han llevado a esta decisión, pero ¿cómo? ¿a costa de qué conflicto interior? Eso no es asunto del cineasta, sino del niño. Rossellini solo podía proponernos una interpretación recurriendo al truco, proyectando su propia explicación sobre el niño y consiguiendo de él que la refleje para nuestro propio uso. Y es evidente en el último cuarto de hora del film cuando triunfa la estética de Rossellini, desde que el niño inicia su búsqueda pretendiendo encontrar un signo de confirmación y de asentimiento, hasta que se suicida al término de esta traición del mundo. El maestro no quiere asumir ninguna responsabilidad ante el gesto comprometedor de este discípulo. Vuelto a la calle, el niño camina, camina buscando aquí y allá, entre las ruinas: pero una después de otra, las personas y las cosas le abandonan. Su amiguita está con sus compañeros; y esos niños que juegan recogen el balón en cuanto se aproxima. Sin embargo, los primeros planos que van ritmando esta carrera interminable no nos revelan nunca nada más que un rostro preocupado, que reflexiona, inquieto quizá, pero ¿por qué? ¿Por un negocio del mercado negro? ¿Por el cuchillo cambiado por unos pitillos? ¿Por la paliza que quizá le den cuando vuelva? Solo el acto final nos dará retrospectivamente la clave. Y es que en realidad los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre un rostro de niño, los mismos al menos para nosotros que no podemos penetrar en su misterio. El chico salta a la pata coja sobre el borde de una acera desportillada; recoge, entre las piedras y los trozos de acero retorcido, un hierro herrumbroso que maneja como un revólver; apunta a través de una almena fabricada por las ruinas: tac, tac, tac..., sobre un blanco irreal; después, exactamente con la misma espontaneidad del juego, apoya el cañón imaginario sobre su sien. Finalmente, el suicidio; el niño ha escalado los pisos reventados de la casa que se alza frente a la suya; contempla la carroza fúnebre que viene a recoger el ataúd y se va, dejando allí a la familia. Una viga de hierro atraviesa oblicuamente el piso destrozado, ofreciéndole su pendiente como tobogán; se desliza sobre el fondillo del pantalón y salta en el vacío. Su pequeño cuerpo está allí ahora, abajo, detrás de un montón de piedras en el borde de la acera, una mujer deja su cesta para arrodillarse a su lado. Un tranvía pasa haciendo un ruido metálico; la mujer se apoya en el montón de piedras, con los brazos caídos en la actitud de las Pietá. 

Se entiende claramente cómo Rossellini se ha visto llevado a tratar de esta manera su personaje principal. Esta objetividad psicológica estaba en la lógica de su estilo. El "realismo" de Rossellini no tiene nada en común con todo lo que el cine (excepto el de Renoir) nos ha dado hasta ahora como realismo. No se trata ya de un realismo de argumento, sino de estilo. Es quizá el único director del mundo que sabe interesarnos por una acción dejándola objetivamente en el mismo plano de puesta en escena que su contexto. Nuestra emoción está limpia de todo sentimentalismo, porque se ha visto obligada a reflejarse en nuestra inteligencia. No nos conmueve ni el actor, ni el acontecimiento: tan solo su sentido, que nos vemos obligados a extraer. En esta puesta en escena, el sentido moral o dramático no se hace aparente nunca en la superficie de la realidad; sin embargo, no podemos dejar de saber que existe si tenemos conciencia. ¿Y no es esta quizá una sólida definición de realismo en el arte: obligar al espíritu a tomar partido sin engañarnos con los seres y las cosas?





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