LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Friday, February 27, 2009

LA VIDA DE JESÚS (1997), DE BRUNO DUMONT


Vaya Jesús, apareciendo como la más ordinaria de las criaturas humanas: un Jesús sin sabiduría, torpe, yéndose de cara en la moto, viviendo mal que bien su pequeña vida de epiléptico, muy rápidamente activo sexualmente, con novia más grande que él, con mamá más grande que él, también, y con mamitis (se diría que tiene dos mamás, que lo cuidan en distintas ‘áreas’); y qué más: sin empleo, en un pueblo medio bastante perdido en Francia, donde el ser pobre y no tener horizontes (aparte de los del bello paisaje) no es, claro, como vivir y morir en un pueblo africano (imágenes que ve la madre en un televisor en su pequeño establecimiento), pero igual, es duro. Recorreremos entonces la superficie de esa dureza, sin prisa, hasta que estalle. Como quien le da la contra al mundo moderno, en esta película, no hay que olvidarlo, si algo sobra, eso es tiempo.

La belleza del paisaje rural (que nos dice otra cosa, sobre lo que la vida podría ser y no es para ellos) contrasta con la bastante fea falta de horizontes. Y con algo más, que podríamos denominar un estado anímico o espiritual que roza raudamente lo sideral: el aburrimiento. Pero el aburrimiento, mirado más de cerca (y Dumont posee las dotes de observación del mejor retratista) solo parece ser una fachada, que esconde un hueco: el de la angustia. Angustia que al carecer de una verbalización y de una elaboración, y en suma, de una respuesta vital apropiada, se tornará abuso, violencia, crimen. La simpleza de la conclusión es mejor verla que leerla. La prueba es sensorial, no argumentativa.




El sexo (una especie de violencia agradable, o así se siente graciosamente aquí) es un trámite expeditivo: es más el alivio, puntual, punzante, mecánico, de una tensión, que no hay por qué postergar, que una celebración de verdad, intensa, inmensamente detallada, delicada, matizada, de la multiplicidad de posibilidades reales que ofrece el goce. La animalidad funcional -aunque bellamente filmada- casi salta a la cara. Agradecemos la franqueza. Nos sorprende la crudeza gráfica, para el tipo de película que se supone que es. Y nos complace la pertinencia descriptiva de los momentos más vivos y dinámicos de estas vidas monótonas. Recordamos aquello de que el sexo es el lujo de los pobres.

La vaciedad del pueblo francés queda tan patente que convoca sensaciones abstractas. La amplitud de las calles, la escasez de personas, dan la impresión de pueblito fantasma. Las pequeñas motocicletas que atraviesan la película nos hablan de estos personajes como insectos que dan vueltas y más vueltas sin poder salir de su trampa.





Trascendiendo el espectáculo del tedio, hay momentos casi desapercibidos que se quedan con uno, por su maestría y etérea belleza: cuando ella y el muchacho árabe salen juntos, luego de que ella ha terminado con Freddie. En especial, cuando ella lo abraza y le pide perdón (recordar una magnífica escena anterior, cuando ella, encolerizada por el seguimiento, mete la mano de él dentro de su calzón; escena que recuerda, cómo no, a otra similar en La ardilla roja, de Julio Medem). Ahí hay un plano del cielo y por sobre un arco en ruinas, el plano está filmado desde el punto de vista del chico árabe, un abrazo de ella se equipara con mirar el cielo…

Del otro lado de la delicadeza está la reacción de Freddie al ver a su flamante ex novia siendo buscada por otro. El odio, sin modulación, estallará. Se diría que Dumont considera esas explosiones como reveladoras de la verdadera naturaleza humana.

Más tarde, Freddie, solo, escapado de la comisaría (una escena que de tan extraña es medio cómica), está en medio de la naturaleza, se hunde entre la yerba, y también como el chico árabe, vemos el mismo cielo que él veía cuando estaba vivo. Freddie empieza a llorar, algo se abre dentro de él, y de pronto asistimos al nacimiento de un nuevo sentido, de una iluminación, de una cierta (incierta) esperanza. Ese personaje salvaje, egoísta, aniñado e irresponsable, puede ser consciente del mal que ha hecho y ahí, en el instante en que pare con dolor a su propia conciencia, se abre la oportunidad para remediarlo. Su llanto es una posibilidad, y todo lo que se necesita para seguir vivo, animal y espiritualmente hablando, es eso, una posibilidad
M.C.
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