LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Friday, February 29, 2008

Vidas de maestros y discípulos (a propósito de Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera, de Kim Ki Duk)

Un niño juega perversamente con una tortuga. Luego amarra una piedra a un pez, y hace lo mismo con una rana, con una serpiente. El niño es observado por un monje budista en una casa de madera que parece flotar en el medio de un lago -que a su vez está en el centro de un bosque-. Las tomas de la cámara, tranquilas y armoniosas, transparentan la frescura de la primavera. Es el inicio de Primavera, verano, otoño… donde ya está todo: el sosiego translúcido y silencioso de la imagen, el aprendizaje entre amoroso y doloroso que empieza entre dos exiliados.
A Kim Ki-Duk le bastan pocas cosas para hacer sus películas. Cada estación tiende a un solo color, a la monocromía. Hay poco artificio y mucha observación. Una que, en otro de sus filmes, Samaria, se escabulle por la ciudad hasta descubrir calles, pasajes, plazas o zonas marginales. En el caso de Primavera…, una Naturaleza secreta es el mundo aparte en el que se aíslan almas que no soportan amoldarse a la vida falsa de la familia o de la sociedad moderna, que persiguen una liberación.



Ya sea en la ciudad o en el bosque, los personajes de Kim Ki-Duk entablan alianzas secretas y se sacrifican en pos de una liberación espiritual casi autodestructiva. En Samaria, la pequeña prostituta, “Vasumitra”, se divierte y quiere a sus clientes, más allá del sexo, con una inocencia inaudita y que sin embargo es propia de su edad. Luego de su muerte, “Samaria”, su compañera del colegio, amante y cómplice, comprende a la desinteresada Vasumitra, quien no se entregaba a los hombres por dinero. Por eso devolverá cada moneda, acostándose a su vez con los antiguos clientes de su amiga. Samaria traspasa el umbral que la alejaba de su amante y empieza a creer, a sentir y vivir la vida de Vasumitra -que se entendía como un sacrificio alegre, sonriente-. El resultado: una especie de peligroso misticismo que termina enlazando al amado con el amante, al santo con el apóstol, al maestro con el discípulo.


En El espíritu de la pasión (mejor conocida como Hierro 3) el maestro es un joven que recorre los suburbios de Corea con una motocicleta. Aparentemente, trabaja colgando anuncios en la puerta de casas y departamentos, pero esa es solo una excusa para infiltrarse en aquellas estancias que han quedado vacías debido a que los ocupantes se han ido de vacaciones. El misterioso joven se alimenta, se da un baño, lee las revistas y examina cada objeto. Lava su ropa en una batea y repara los artefactos que hay que reparar. Y todo lo hace tranquilamente, con delicadeza y en secreto, como queriendo preservar todo sin dejar huella, sin que él suponga un deterioro de cada hogar que elige: él no quiere morir sino ser invisible, ser parte del mundo o amarlo sin imponer una presencia o un interés particular. Es una aspiración que comparte, de una manera u otra, con otros héroes como la niña prostituta de Samaria, que ofrece su amor a todos gratuitamente, por el simple deseo de hacerlos feliz; con el hombre misterioso de La Isla, recluido en su pequeño hogar flotante; o con el monje de Primavera, verano… cuya vida forma parte de la Naturaleza sin perturbarla.


En Primavera… tenemos el caso de la chica que llega de la ciudad para visitar al monje, en el verano, en la segunda estación (la película está estructurada en cuatro historias y un epílogo, que corresponden al ciclo de las estaciones). La muchacha está deprimida y sufre, espera que el monje la cure. Y el niño aspirante a sacerdote, ya adolescente, sentirá una pasión irreprimible por ella: será él quien le devolverá la alegría. Pero la liberación que le esperaba al chico con la conquista de la mujer es aparente. Y el maestro lo sabe: no le importará dejar que pase el tiempo y esperar el regreso del discípulo.

En el fondo de Primavera… -y de toda la obra del autor- hay una mirada crítica que ve un impase en la opulenta cultura coreana. Los héroes de Kim Ki Duk son anomalías sociales pero muy espirituales, cruelmente espirituales, dolorosamente espirituales. Melancólicos e inflexibles, se imponen las pruebas más duras: hay que ver al antiguo niño cargando como un Cristo una piedra enorme atada al cuerpo. La misma piedra que él, en una antigua primavera, ataba a los animalitos del bosque. Apacible y desgarrado, vidente y desfalleciente, liberador y destructivo a la vez. Ese es el secreto que guarda la luz de Kim Ki Duk. Una luz clara y enferma. Una luz bella.

Sebastián Pimentel

La Cinefilia No Es Patriota

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