LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Tuesday, April 15, 2008

L'ATALANTE, DE JEAN VIGO (1934)




Recuerdo bien que había una vez, en San Marcos, un ciclo de realismo poético francés, y que entré. Vi, un lunes, una película de René Clair, no la bella A nosotros la libertad, sino la menos bella Bajo los techos de París, que me pareció perfectamente artificial, con algo así como una lejana calidez que no alcanzaba para abrigarme… el ingenio, sí, pero no el genio… pero al día siguiente… no estaba preparado, como no lo estamos para la mayor parte de cosas importantes que nos pasan, que nos pasan justo cuando no las estábamos esperando, siempre una sorpresa, y que nos devuelven, con misteriosa, estremecedora y voluptuosa violencia al centro de la vida. Al salir me sentía en el aire, con las suelas de viento, la calle era la misma pero ya nada era igual, yo caminaba pero mi espíritu volaba; sí, como la última imagen de la película. Estaba íntimamente transformado, conmovido, era otro. ¿Qué había visto? ¿Por qué una película te llega al alma, tanto así? ¿Cómo, siendo bastante incrédulo, lo que brota de mí son las palabras del que vuelve a creer sin poder creerlo, esto es un milagro, esto es un milagro… ¿Seré solo yo el único que se siente exactamente así?

Copio obediente algo de mi cuaderno:

“En mi viejo y fiel cuadernito lo tengo todo apuntado. (Y se me ocurre que cada película es como un tatuaje). En él, llevo la cuenta, una a una, una tras otra, cada una de las películas que he visto desde 1996, mi año uno, mi año de nacimiento como cinéfilo. Por ejemplo. Tal vez la película que más amo en el mundo: la vi primero, sin reaccionar del todo, el lunes veinticuatro de marzo de 1999; luego, la vi de nuevo, el martes primero de junio, y por último, dos días después, el jueves. No tuve ni tiempo para almorzar porque hice un viaje de casi hora y media. Solo quería estar seguro de que era una de las mejores películas que había visto en toda mi vida. Para mí no es solo una película, es un milagro. Un sueño de principio a fin, es poesía pura. Hay imágenes que parecen arrancadas del otro lado, ese al que solo tenemos acceso de vez en cuando, en muy raros, escasos momentos. Y esa es la razón por la que seguimos vivos. No cabía en mi pellejo. Casi me sentía levitar.”

“Sé por experiencia que hasta las mejores se pueden caer de pronto, mostrar su rostro verdadero, en una segunda, tercera o cuarta vez. Pero ésta no. Seguía igualita, fresca a pesar del tiempo, y mágica, y carnal, tocando, acariciando lo celestial. Cada vez era una nueva primera vez, un estado de gracia. La vanguardia rusa está ahí, está claro, es una precursora del neorrealismo italiano, pionera del realismo poético francés, naturalista, cotidiana, realista, surrealista, cómo pudiste, Jean Vigo. Eres aquella frase de Shakespeare. Estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños. Rimbaud del cine. Si yo pudiera ser una película, o si pudiera vivir dentro de una, me encantaría ser (ser una nube) o estar en L’Atalante. Si una mujer llegara a hacerme sentir alguna vez con tanta constancia lo que sentí con esta película, hasta sería capaz de quedarme con ella por el resto de mis días.”

Caminaba como un borracho o como un fantasma o como un poseído. Hoy, tantos años después de esa experiencia, quiero intentar, solo para mí, alguna explicación. Tengo una obsesión con las listas (otro tema), que es como jugar con el caos como si fuera un gato. Pero debo decirles por qué esta película es lo que es. No sé si pueda.

Primero. Jean Vigo no era un fabricante de películas. Apenas hizo dos cortos, un medio y un largo. ¿Cómo, una obra tan pequeña…? Estaba tuberculosoy sabía o sospechaba que le quedaba poco tiempo. Como mucho después, Cyrill Collard, enfermo de sida, había que apurarse y decirlo todo de una vez. Jugarse la vida. Lanzarse a fondo. Zambullirse en el abismo que es tu propio corazón.

Segundo. Como digno hijo de militante anarquista, hizo Cero en Conducta, recordando la magia y amargura de su infancia en un internado. Digo, quiero decir que como digno hijo de militante anarquista respetaba la libertad por encima de todas las cosas (no el orden, no la ley, no la autoridad, sí la libertad, sí el amor, sí la poesía), yo siempre me lo imagino ni más ni menos que un niño más entre todos los niños de esa película, compartiendo su mismo espíritu. Porque ese era su espíritu. L’Atalante la hizo ya a las puertas de la muerte, pero es una película tan llena de amor, de vida, de amor a la vida, de reverencia y delicia por el fugaz momento inexplicable, aéreo, mágico, que no se puede creer.

Tercero. Las influencias que recibió, de Dziga Vertov a Charles Chaplin, de René Clair a Luis Buñuel, palpables, están tan maravillosamente entremezcladas en una unidad indivisible, superior, de hallazgos constantes, casi plano a plano, que no molestan a nadie. Y cómo podrían. Se trató de una apropiación, de una asimilación proteica, algo bien diferente del vulgar y simple hurto o la mera copia opaca.

Cuarto. Cierta tosquedad técnica, notoria, que atrae y extraña. En cero en conducta. A veces defecto, a veces virtud, ha sido conjurada esta vez, para L’Atalante. Aquí, al igual que en Sunrise, de Murnau, se le da la vuelta al gastado guante de una historia prototípica, el amor entre un hombre y una mujer, aburridamente común (y en teoría, con propensiones de retorcida mediocridad telenovelesca, siniestra, infectada de clichés) lanzándola sin esfuerzo visible hacia la feliz estratosfera, entre otras cosas, por la delicadeza precisa y sorprendente del detalle, más la riqueza incansable de la invención. En verdad, sorpresa tras sorpresa.

Quinto. Intuición. Instinto. Sensibilidad. ¿Cómo explicarlo? O tal vez pueda explicarlo comentando al azar, intentando pescar en desorden, ciertos momentos de esta película inolvidable que llevo conmigo:

Dita Parlo, vestida de novia (más bien menuda pero guapa, de cara grande y ovalada y rasgos bien delineados), sobre el barco, o antes, cerca de la tribu de los parientes, en fila de a dos (sí, como chiquillos de colegio), luego en la orilla, todos casi sin moverse, casi plantados, esperando que ella y el barco y su vida nueva partan, ella parece una novia, y claro, es la novia, pero también parece otra cosa, una virgen, una aparición, una proyección del subconsciente, pero filmada en estilo documental, su figurita con el vestido blanco en amplio plano general genera un contraste con el resto de los elementos de la imagen, algo difícil de explicar. Vigo (y Boris Kaufman, el camarógrafo, hermano del gran Dziga Vertov) enfoca el cielo y el agua, con angulaciones inclinadas, llena planos y planos así, y entre ambos la barca L’Atalante, dando la sensación de que los personajes están más cerca del agua o del cielo que de la Tierra. Sensación casi mítica de los elementos. Él y ella, novio y novia, al salir de la iglesia, al caminar hasta donde se encuentra el barco, casi marchando, están más bien rígidos, parecen muñequitos de novio y novia de pastel de novios, hay solemnidad ingenua, digna, extraña y graciosa, en equilibrio con un efecto cómico de cine mudo, entre Clair y Chaplin, en estas imágenes hay un divertido respeto por ese ritual, y ese equilibrio está, cómo no, lleno de encanto.

Y sin embargo, más allá de lo etéreo, que nos embarga, nos embarga a través de la carnalidad. Pero no una carnalidad mostrada como parte de la mecánica de la excitación sin más (vieja treta simplificadora), o sin mucho más, sino la carnalidad de una espiritualidad, si se me permite la expresión, de un deseo erótico que lejos de consumarse –y consumirse– en sí mismo, va más allá. Un deseo que es deseo, y que es todo emoción. Ya no estamos sobre tierra sino sobre agua. El barco ya partió. El viaje comienza. Él la mira, se acerca, la abraza… La novia escapa del novio, los gatos lo atacan, lo arañan. Como si fueran prolongaciones de ella. Él se queda un momento, perplejo, sentado. Luego ella se el entrega, tierna, angelical y animal. A la mañana siguiente, cuando ella asoma su cara fuera del camarote, los dos ayudantes la reciben, uno viejo y otro un chiquillo, la reciben cantando, el viejo toca también el acordeón.

Michel Simon, Pére Jules, el ‘ayudante’, un viejo (y también carnal y también niño) suerte de hado madrino, un coleccionista de objetos bellos, algo que no se sospecha al principio, pues entre otras cosas, su apariencia tosca no es ‘bella’ y sus modales tampoco, pero no hay forma en que uno pueda olvidar la secuencia donde le muestra a la recién casada, cada vez más ‘seducida’ sus tesoros de viaje, ver todo lo que hay en ese pequeño espacio es de hecho todo un viaje, en el tiempo, una biografía del personaje relatada por los objetos, las cajitas de música, el muñeco de tamaño natural, un director de orquesta con los cabellos revueltos, el viejo se oculta detrás de él (lo vemos ocultándose, no se nos oculta), y el muñeco cobra vida, se agita con la música, dirigiéndola con frenesí, ella descubre la belleza del viejo, luego el viejo le enseña un abanico oriental gigante, la foto de un amigo, la mano dentro de un frasco de vidrio… su cuerpo desnudo a la mitad lleno de tatuajes, y tocando el acordeón, ella lo peina, y entonces aparece el esposo y revienta en un ataque de celos…

La carne es la carne, no hay duda, pero ésta, continuamente, se vuelve etérea, se convierte en magia, milagro, espíritu. Cuando ella se ha ido, cuando ha escapado sola a París, y él (porque en un acceso de despecho, se va con todo y barco y no la espera) no sabe donde encontrarla, mete la cabeza en un balde con agua, con gesto inexpresivo y a la vez desesperado, con los ojos abiertos por supuesto, o se mete entero de cabeza al río, para verla, para verla de nuevo, tal como ella le había dicho que podía hacer si lo hacía en serio y no burlándose. Ella lo había visto así a él, por primera vez, y cuando lo vio, cuando recién se conocieron, lo reconoció. Lo interesante de lo que cuento es que el diálogo donde se dice toso esto es tan natural y normal, cotidiano, ‘casual’, que uno no puede sino creérselo, o casi.

Otra escena: el esposo, el patrón, llama al viejo, lo llama para que vea lo que ha hecho uno de los gatos. Un gato que ha ensuciado el lecho de los recién casados, es una gata, que ha parido gatitos. Unidad de la presencia, concreta, y ala vez símbolo de lo sexual, de lo irracional, de lo instintivo, de lo impredecible. Gatos, gatos. Y los gatos están por todas partes, dentro del pequeño barco, Jules lleva un gatito en el hombro cuando lo vemos al principio, los gatos están cuando comen, cuando duermen, cuando discuten, cuando marido y mujer se abrazan, a mitad del abrazo…

Lo que sienten el uno por el otro, expresado en ausencia del otro, en montaje paralelo, vemos que están apartados, lejos, cada uno en otra habitación, en otra cama, ella en la de un cuartucho parisino, cada uno haciendo el amor con el otro, están haciendo el amor con el recuerdo de otro, la carne es solo imagen, sus cuerpos se mueven, sus gestos –pequeñas escenas de sexo virtual, para usar un lenguaje moderno– recrean el cuerpo del otro. Sí, es magia.

Otro personaje, a la vez poético y que encarna en cierto modo la seducción de la ciudad: el vendedor ambulante, en su bicicleta, con su enorme maletín (con las palabras ‘los pájaros están en el interior’), hace de tónico contra el aburrimiento para ella, condenada a la monotonía viajera del barco y sus días y noches iguales. El tipo se aplica a seducirla, en presencia del marido. Es casi el muñeco que tiene Jules en su pieza, pero con vida humana. Cuenta chistes, canta, baila, hace trucos, huye elástico, se convierte luego en una orquesta él solo, y cuando es expulsado por el marido /siempre celoso de cualquiera que no sea él) se va saludando. Como un muñequito. Deberé repetir que hay un estilo documental, un sentido de lo real, y que, en medio de lo real, aparecen personajes así, la magia está en lo cotidiano, lo cual hace posible que aparezca en cualquier momento.

La imagen final: la cámara se eleva, ellos se han reencontrado, el hado madrino marinero la ha encontrado, se la ha llevado cargada en hombros a su patrón, se encuentran, se miran, él retrocede apenas, se lanzan uno en los brazos del otro, caen al suelo… Ya no los vemos a ellos, ni al barco, solo el agua, lo único, ahora, es ese movimiento de cámara sobre el agua, elevándose y avanzando más y más, acompañado de un coro de voces. Así termina L’Atalante, y así termina la obra de Jean Vigo. Eso que se eleva por los aires podría ser lo mejor que tienen los seres humanos. La poesía de nuestro paso por la Tierra, lo más apasionado y puro, en una sola e irrepetible película.




Mario Castro Cobos
La Cinefilia no Es Patriota

5 Comments:

  • At 2:53 PM, Blogger BUDOKAN said…

    Hola, es un placer poder leer lo que escribes sobre este poeta del cine que es Vigo. Muy bueno el post. Saludos!

     
  • At 8:49 PM, Anonymous Anonymous said…

    sensibilidad

    la vi antes de leerte y ahora se que pensar aunque ya senti todo con esta desaparecida obra fuera de tiempo y espacio

    saludos
    ricardo

     
  • At 2:08 AM, Blogger La cinefilia no es patriota said…

    ¿Cómo amar el cine sin amar a Jean Vigo?

    Saludos y gracias por sus palabras.

     
  • At 11:13 PM, Anonymous Anonymous said…

    escribe más seguido en el blog Castro y deja esa revista mediocre que es Godard!

     
  • At 10:21 AM, Blogger Vigó said…

    Lo que escribió en su cuadernito es ,palabra más - palabra menos, lo que guardo en mi alma hoy, al volver a ver esta pequeña maravilla que es L'Atalante.
    Siempre fresca, viva y sorprendente...
    llena de encanto, como un niño travieso....
    Afuera de las modas y loca como la vida...
    y VERDADERA!
    Gracias.

     

Post a Comment

<< Home