LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Tuesday, August 07, 2012

EN TORNO A UN MOMENTO MISTERIOSO (¿Y DECISIVO?) DE MISTERIOS DE LISBOA, DE RAÚL RUIZ (2010).




Trataré de tocar solo un aspecto: una sutil y breve variación producida en el registro de la actuación, que es, a mi gusto, reveladora de la esencia de lo que podría llamar mi sentimiento general o mi percepción global o, más simplemente, el modo particular de 'entenderme' con esta película (se trata, claro, de algo entre la película y yo, y nadie más; pero, a la vez, espero no ser el único; por eso el texto). Hace buen tiempo que no sentía tanto la voz de la ficción en cualquier lugar y con tal fuerza, como hacia el fin de la segunda parte de Misterios de Lisboa. Me explicaré. Escena de los dos personajes principales -el padre Dinis y la condesa de Santa Bárbara, tras su reconfiguración en monja- o, al menos, de los dos personajes que, hasta ese momento, más nos habían acompañado: sin perder un ápice la compostura, y en complicidad elegante y total de gestos y miradas, no necesitaron ser, o aparecer, como recortados muñequitos de cartón del teatro de figuritas (que Ruiz se complace en presentarnos cada cierto tiempo con el fin de aclarar que hay dos dimensiones que conviven y que su visión es elegir las dos a la vez, como si estuviera dentro y fuera al mismo tiempo tomándoselo todo en serio y a la vez burlándose de todo, también en serio) para hablar de hecho de lo que más me interesó de Misterios de Lisboa; que es, justamente (¿pero que otra cosa podría ser?): ese misterio provocador; el necesario e impostergable placer, central e incalculable, que será, en ese momento, averiguar la 'nueva' o redescubierta identidad de un tercer personaje... A lo cual se suma la revelación acerca de la supuesta hermana del padre Dinis, monja también, que resulta no serlo, según dicen, y de hecho, según dicen, el padre Dinis en realidad no se llama así... Ruiz no parece hacer otra cosa que hablarnos ahí de la encantadora matriz de sus ficciones. Su delirio, sin embargo, es realista: su conciencia aguda de la relatividad (o de la multiplicidad y de la incertidumbre, de lo siempre abierto del mundo y del yo, por más que deseemos 'cerrar', concluir, no pensar, tapar todos los huecos; estar seguros). Yo celebro su conciencia (de lo) irreductible de la impredecible (angustiosa, regocijante) transformación que puede (y tiene que?) ocurrir con cualquier persona, con cualquier cosa, con cualquier situación, en cualquier momento (o para decirlo en términos de física moderna, Ruiz nos habla de la discontinuidad de la materia, cosa completamente aplicable a la narrativa moderna de la que Ruiz es un gran ejemplo)... Dos personajes se complacen, juntos (como dos espejos que reflejaran la misma imagen), anunciando placeres presentes y también inminentes de la narración (vestida de 'clásica' como si fuese un traje de época para vernos mejor o a pesar de, gracias, disfraz), dando cuenta de más y más y más transformaciones, de las que además son parte y conciencia a la vez que funcionan como (en mi opinión) portavoces desdoblados del autor (estos personajes, insisto, pierden momentáneamente su espesor y lucen meros espejos, superficies puramente 'reflexivas'), es Ruiz, a mi gusto, que habla consigo mismo, y yo lo siento físicamente presente en ese momento. Y como he dicho, ellos son, en ese momento (lo cual es en sí mismo un 'misterio provocador') también algo más: la voz de ficción. Me interesa esa voz, me juego la vida por esa voz (el juego de la vida es esa voz) porque ella rehúsa someterse al reduccionismo de la 'realidad', quiero decir de la ficción impuesta por una 'cultura' en un determinado tiempo y lugar (cultura en el sentido de restricción) para procurar hacernos la vida más simple, más fácil... y es también el placer -literalmente anárquico- de dejarlo todo al descubierto -y porqué no descubrirlo-, de mostrar tu juego abiertamente, potenciando así el poder transformador/libertador de conciencias del arte, en vez de disolver a quienes viven la experiencia de la obra en un sacudimiento consumista y en un autismo colectivo... es el placer de decir sí, estoy jugando; sí, contar es jugar (jugar es contar) y me declaro libre de hacerlo como yo quiera, no lo haré según parece como los robots de Hollywood y sus satélites, porque eso es la muerte del espíritu a manos del poder establecido y sus políticas de borramiento y despersonalización; y por último: se quiere, se puede y se debe extraer placer, incluso, o sobre todo, del dolor (al dar cuenta de la desdicha y la frustración, al observar con la distancia 'justa' que da el juego (apertura, experimentación, exploración). La libertad constructiva que Ruiz transmite hace un bello contraste con el tema de las pasiones humanas, y su probable nada, ante el azar, el destino, la fatalidad. Un apunte. ¿El mayor placer de los seres humanos consiste en no ser libres? ¿Consiste, en someterse a sus pasiones, en destruir, en ser destruidos por ellas, en creer o en actuar como si eso fuera lo mejor que puede darles o lo mejor que pueden hacer con la vida? ¿Vivir a fondo la pasión es en el fondo también un deseo de muerte, de consumirse a sí mismo minuciosamente en su propio fuego ('embarrarse de oscuridad')? Frente a tan graves cuestiones, frente a 'la brutalidad sublime de las pasiones', Ruiz parece decirnos, desde el placer insaciable de la ficción, desde su  radical erótica de lo narrativo, que ese juego o toma de distancia de los personajes (del personaje que somos todos) es una buena medida para saltarnos los dogmas, las estructuras mentales, imaginarias, creadas, inventadas, fabricadas, difundidas para esclavizarnos, limitarnos, para hacernos infelices...     


Mario Castro Cobos




Texto (con algunas variaciones) publicado originalmente en la Revista FOTOGRAMA (Año 2. N. 7. 2012. Págs 45-46).


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