LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Friday, February 06, 2009

SIN ALIENTO, DE JEAN-LUC GODARD. O UN CINE DE APARIENCIAS.


Por Gabriel Pearson y Eric Rhode (SIGHT AND SOUND, 1960).



En un mundo de apariencias, la responsabilidad está en descubrir la propia moralidad. Nuestra intención es oportunista. Dado que las otras personas son impredecibles, nuestra única oportunidad de supervivencia es atraparlos asumiendo roles. Por supuesto, ellos se comportarán del mismo modo con nosotros. En un juego de este tipo solo podemos esperar ganar si improvisamos las reglas. Nuestro truco principal será le gag, el giro o acto impredecible que voltee el marcador. De manera que Michel roba a la gente, les juega pasadas, los noquea. En cada caso el resultado es el mismo. "¿Tienes algo contra la juventud?” dice una chica y esgrime una copia de Cahiers. “Sí,” le replica él, “me gustan los viejos…” Las distinciones entre generaciones, clases, o credos deben ser minimizados: son trampas de las que debe uno evadirse por medio de la improvisación.




Con Patricia, este combate con sombras tiene una intensidad desinteresada. “Una chica que no enciende su cigarrillo la primera vez es una cobarde,” improvisa él, y espera la jugada de ella. Ella lo engaña, moviéndole el piso magníficamente con un acte gratuite; es decir, un acto que para él es un enigma, pero que en términos de la propia moralidad de ella es bastante comprensible. “Me quedé contigo para ver si estaba enamorada. Ahora sé que no lo estoy y ya no estoy interesada en ti.” Para que ella conserve su propia libertad él no debe existir más; y es por tanto lógico que ella lo delate a la policía y de este modo cause su muerte indirectamente. Como ella dice: “Los elefantes desaparecen cuando están infelices.” Mala suerte para ella que él se haya guardado la carta ganadora del mazo -la muerte, y unas palabras inescrutables, “Tu est dégueulasse.” (Eres asquerosa)-.




Una moral que exige de nosotros que seamos continuamente libres y responsables al mismo tiempo es imposible; de modo que nos refugiamos en una pasividad que tiene en el estoicismo una de sus formas. El mundo en esta posición se convierte en una serie de accidentes, y no podemos hacer nada por controlarlo.

Esta moral es aplicable por supuesto a algo más que a la historia en la pantalla. También condiciona la propia relación del director con su material. Ya no usa la película como un medio para develar la realidad detrás de la ilusión. Dicha penetración queda fuera de lugar en un mundo de apariencias, en el que las sombras cinemáticas son tan ‘reales’ como el mundo exterior. Si no hay ‘realidad’ el arte ya no puede ser una ilusión. Más aún, el director rechaza las reglas de hacer cine como mala fe. La moral y la estética deben ser descubiertas a través de la improvisación y nuestro interés será este proceso de descubrimiento. Cada director debe crear su propio lenguaje de apariencias, aunque éste no es uno de sombras y sueños como aseveraría [Jacques] Siclier: las sombras implican un objeto reflejante, los sueños una realidad al despertar; y estas presuposiciones son rechazadas por el existencialista. El crítico humanista no debería sorprenderse si esta improvisación fracasa en crear una trama, dado que la trama ya no se halla ahora dentro de la película sino en la relación del director con su material. Ahí es donde ahora están el conflicto y el drama.



Los gags, retazos de thriller de Serie B, surrealismo a la Cocteau, y demás, son usados no por su mérito intrínseco, sino como una suerte de vocabulario. Uno puede ponerle peros a su uso solo si fracasan en hallar una dicción o estilo. Podemos hablar aquí del burlesco o la glosa pero no de parodia, ya que la parodia implica una ‘situación real’ de la que uno depende.

Dado que no estamos interesados en el contenido sino en la mente que lo maneja, las disrupciones y desconexiones de la narrativa ya no nos molestan; ya que estas características no señalan una falla de parte del director sino, por el contrario, un éxito. La falla estaría en olvidarse de la auto-exploración e involucrarse en la mala fe de contar una historia. Logra su éxito al liberarse de esta tentación, al imponernos sus propios gestos mentales. Esto puede quedar mejor elaborado a través del trabajo de cámara y de la edición (cutting).




Por ejemplo, Michel levanta su pistola hacia el sol. Cortamos a una toma del sol, sincronizada (aparentemente) con el sonido de un disparo de pistola. Luego se escucha la voz de Michel sobre la misma imagen: “Las mujeres,” dice, “no conducen nunca con cuidado.” El disparo de pistola se ha convertido en el choque de parachoques de auto. En otro momento, aparece Michel, con aspecto avergonzado, sentado en la parte posterior de un auto. Justo cuando ya estamos seguros de que ha sido arrestado, se baja del auto y le paga al conductor; y nos vemos obligados a reinterpretar su expresión. En un mundo de apariencias, parece estar diciendo Godard, debemos siempre estar en guardia; porque nuestras presuposiciones no solo son una forma de mala fe -también nos engañan-.

El director ya no es más un intérprete: es en verdad un director, un dictador. Aunque tengamos el privilegio de entrar en su mente, debemos pagar el precio de obedecer sus movimientos aparentemente arbitrarios. Es como si nosotros estuviéramos también dentro del auto en rápido movimiento; porque también debemos aceptar la fantasmagoría exterior como la totalidad del mundo. Todos nosotros -personajes, público y película- estamos a la merced del director. Su perturbador tratamiento de los personajes es típico. Cuando Michel se voltea hacia nosotros y vemos cómo a sus anteojos oscuros les falta un lente, reímos incómodamente. Reímos no solo a costa suya, sino también a costa de nuestras propias presuposiciones.





No estamos, entonces, involucrados con la historia sino con el director. Cada vez que tratamos de identificarnos con la narrativa, él deliberadamente intentará distanciarnos de ella. Los efectos naturalistas deben ser, por tanto, limitados: la escena de amor está desinfectada de posibles asociaciones, la sangre está conspicuamente ausente de la muerte de Michel. El desorden del mundo, todas las demandas patéticas e irrelevantes que plantea a nuestra atención, tienen que quedar visiblemente ordenadas. Si no lo estuvieran nuestra atención podría desviarse demasiado fácilmente del juego de la mente en control.

Una película como Sin aliento pone en práctica una filosofía de la discontinuidad; puede ser disconexa casi en todo nivel y sin embargo alcanzar magnífica coherencia. Más aún, sus improvisaciones no parecen albergar dudas, ya que el director, al hacer sus auto-descubrimientos, las utiliza muy a propósito. Si es cosa de mala fe creer que la realidad es predecible, la improvisación será la mejor manera de mostrarnos cómo en verdad se trata de una serie de apariciones en el proceso de llegar a ser. Al mismo tiempo, la improvisación satisface de manera algo deshonesta nuestros hábitos naturalistas (“¡Es como si fuera la vida misma!”) y por lo tanto, nos engaña. Demasiado deslumbrados para notar la agresiva originalidad de la película, la miramos sin nuestra habitual actitud defensiva hacia los experimentos.


La Cinefilia No Es Patriota





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