LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Sunday, March 01, 2009

LA HUMANIDAD (1999), DE BRUNO DUMONT

Desde los primeros instantes, Dumont nos va dejando en claro que estamos ante una especie de figura mítica. No un hombre cualquiera, sino uno especialmente sensible y conectado (calladamente) con el mundo, con la tierra, con los elementos, con la compasión, y sí, con la humanidad. O para decirlo irónicamente: una verdadera anomalía. Siendo humanos, tal vez nos da miedo preguntar: ¿qué tan humanos seremos? Y: ¿qué tan humana será la vida que llevamos? Además de: ¿qué tan humano será el mundo que nos rodea? Dumont nos confronta entonces con un personaje con el que tal vez muchos no serán capaces de identificarse, debido a su peculiar carga de humanidad. A su porte escasa o discutiblemente heroico. A una desnudez ontológica que se pasea (muy tranquila, muy humilde, y en el fondo, desafiante, de ahí las reacciones adversas) por la película como parte irrenunciable de su enigma. Porque el enigma no está en el crimen, en quién es el asesino, como ingenuamente se podría pensar, sino en sentimientos muy hondos, que parecen perdidos. Y que este personaje recupera para nosotros.

Sí. Un personaje conectado con esa humanidad tan estúpida y terriblemente desvalida. Con esa humanidad, que se niega, terca, curiosamente a asumir, casi parece tonto decirlo, su humanidad. Su rostro, al empezar la película, uniéndose a la fresca tierra arada, como en un abrazo, sus ojos enormes y fijos, su estar aparentemente pasmado o transido, dicen demasiado -sin que aparentemente pase ‘algo’- de una apuesta radical, de una película que se juega al paisaje más o menos indescifrable de un rostro, una apuesta radical no entendida (por supuesto) por todos. ¿Un hombre que representa, o encarna, o lleva en sí el peso de la humanidad? Qué pretencioso eres, Bruno Dumont.

La violación y asesinato de una niña es el dato que necesitamos para intentar adentrarnos en la psique del protagonista. La investigación es la que realizamos nosotros, en relación a él mismo, a su entorno… El horror, que surge de un entorno (ironía) saturado de quietud… Y nuestro protagonista es de esos que rompe las ilusiones sobre lo que muchos esperan que sea un protagonista… Lento, y poco abundante al hablar, de extraña apariencia (inolvidable no-actor, Emmanuel Schotté), lo sé, ridículo o bordeando el ridículo para muchos espectadores, Pharaon de Winter (el nombre del personaje se abre generosa y totalmente a la ironía) es otra conciencia, la que perdimos, de hecho más compleja, aunque parezca más simple… él no tiene vergüenza alguna de ser como un niño, de captar el fenómeno del mundo como sensación, de responder a otros niveles -y su modesta superioridad atraviesa sutilmente de principio a fin esta poderosa película-. El ritmo vital, el hablar, el andar, marcan el latido pausado de la obra, su quietud, ocasionalmente sacudida por ráfagas de sexo y de violencia, en especial de un personaje que es la contraparte del de Winter… Dumont juega con la ironía de manera constante, pues nos deja espacio para suponer que Winter no es el tipo más inteligente con quien uno podría encontrarse. Y también (aunque personalmente no lo sentí así) que el superintendente de policía bien podría ser no solo el investigador, sino también el asesino…



Porque otro elemento que se presta para la ironía es que se trata, de una manera curiosa, de un thriller, de una película criminal. Pero claro, para Dumont (y no solo para él), en principio, sin crimen, no es posible que exista ‘humanidad’. Pero la humanidad compasiva, de la mirada de un testigo, de un integrante de la humanidad, que se queda horrorizado por la maldad humana, transforma el escenario perceptivo de manera estremecedora. Imaginen sino la historia sin él, sin esa piedad como centro, sin ese horror como luz.

Winter, en efecto, tiene de santo, y hasta de tonto (lo segundo, si uno le da una mirada prejuiciosa y superficial, claro, y si uno ve impaciente esta gran película que se toma su tiempo para revelar cuanto tiene que revelar). La necesidad de volver a lo más elemental nos hace testigos de escenas en verdad tiernas que pueden parecer, cómo no, extrañas y hasta chocantes. Incomprensibles o malentendidas en su visceralidad.

Hago una digresión. Como pareja protagónica, Dominó (Séverine Caneele) es perfecta. La actriz, dicho con todo respeto, y también con rigor descriptivo, parece de la época del Cromagnon. Sus rasgos son fabulosamente toscos, animalescos, cavernícolas, algo masculinos (excepción hecha de sus ojos, su voz, su cabello, sus senos y su vulva que presenta el perturbador aspecto de una barba) hacen de ella el personaje femenino más inquietante de las películas de Bruno Dumont. Un rotundo arquetipo viviente.

Más impresionante que los coitos (marca de fábrica de M. Dumont, y que, dicho sea de paso, no deberían escandalizar a nadie) es un rasgo repetido en el comportamiento de Pharaon de Winter, rasgo que puede perturbar; su directa manera de relacionarse, sensorialmente con el mundo y con las personas en determinadas circunstancias. Es, naturalmente, como ya dije, parte de otra conciencia, o de una conciencia más compleja. O más elemental. Y también se presta a ironías, pero las traspasa rápidamente, si uno comprende la importancia de estas escenas, su real y contundente significado. Tanto en su concreción como en su simbolismo.

Lo que parece a primera vista una especie de excentricidad, oler, pasando la nariz por la cara, o, incluso besar en la boca a un criminal, resulta una directa expresión de la ruptura de barreras culturales, de vuelta a lo instintivo más allá de la vergüenza, más allá del código de comportamiento aprendido.

Una escena inolvidable que, en su humildad, explicita sentimientos que de tan puros y simples, son trascendentes, se produce cuando Winter se aproxima a una cerda, le habla y la acaricia, es una cerda que acaba de parir a sus múltiples cerditos que están prendidos alimentándose de ella. Curioso, me dirán, que la trate como si fuera humana, ¿verdad? Su jefe, al ver la escena, como muchos espectadores, está más cerca de experimentar asco que otra cosa.

La ternura de la escena no tiene nada que ver con las convenciones (de algunos) que verían en ella poco más que algo así como ‘y este tipo cómo puede acariciar a la cerda así’, o ‘cómo este director puede hacernos sentir más humanos a los animales’ (lo cual sería como un elogio al revés). Queda abierto el tema de cuánto podemos aprender de los animales, desde que suelen ser capaces de relacionarse mejor que nosotros a un nivel, digamos ‘elemental’. Dumont, al querer acercarse a la ‘humanidad’, lo hace tanto a la ‘espiritualidad’ como a ‘la animalidad’. Los animales y las flores y el paisaje, en esta visión, son parte de la humanidad. Iguales a nosotros…

Hacia el final, ‘cuando el misterio se resuelve’ (nueva ironía) lo que vemos es exactamente lo contrario del clásico y ¿justo? odio al asesino, de su coronación como chivo expiatorio, de su cómoda demonización. En lugar de eso, Dumont nos regala una escena extraña: Winter lo ve llorando, lo acaricia, acerca su rostro al de él (se trata del novio de Dominó) y acaba besándolo en la boca. Luego lo suelta abruptamente y sale de ese ambiente de la comisaría. ¿Qué hemos visto? Tal vez, ni más ni menos que una escena de amor, que escapa a lo que muchos esperan. Una breve escena de amor a la humanidad. La película de Dumont, superadas algunas reacciones superficiales de una audiencia poco acostumbrada a los goces de la audacia en la búsqueda del ser primordial, luce tan esplendorosa y compasiva, y tan sólida y conmovedora como la primera vez que la vi.

Mario Castro Cobos

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