LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Monday, February 23, 2009

ENCUENTRO CON GRETA GARBO, POR INGMAR BERGMAN





Greta Garbo hizo un rápido viaje a Suecia para consultar a un médico. Una amiga me llamó para decirme que la estrella deseaba visitar los estudios de Rasunda una tarde. Había pedido que no hubiera comité de recepción y quería saber si yo estaba dispuesto a recibirla y a acompañarla a dar una vuelta por su antiguo lugar de trabajo.


Un frío día de comienzos de primavera, poco después de las seis, se paró un reluciente automóvil negro en el patio de los estudios de Rasunda. Mi asisitente y yo salimos a recibirla. Tras una cierta confusión y una conversación un poco forzada nos dejaron solos a Greta Garbo y a mí en mi sencillo despacho. Mi asistente se dedicó a la amiga ofreciéndole coñac y los últimos chismes.






El despacho era angosto: un escritorio, una silla y un sofá hundido por el uso. Yo me senté en la silla, Greta Garbo en el sofá, la lámpara del escritorio estaba encendida. Este era el cuarto de Stiller, dijo ella inmediatamente, mirando a su alrededor. Yo no lo sabía y respondí que Gustav Molander lo había usado antes que yo. No, no, es el cuarto de Stiller, estoy segura. Hablamos un poco vagamente de Stiller y de Sjöström, ella contó que Stiller la había dirigido en una película que había hecho en Hollywood. Ya estaba prácticamente despedido, dijo. Despedido y enfermo. Yo no sabía nada. El no se quejaba nunca y yo tenía mis propios problemas.


Nos quedamos callados.


Súbitamente ella se quitó las gafas de sol que le tapaban casi toda la cara: Pues así soy, señor Bergman. La sonrisa, fugaz y deslumbrante, era socarrona.




Es difícil saber si los grandes mitos son eternamente mágicos por ser mitos o si la magia es una ilusión creada por nosotros los consumidores. En aquel instante no había la menor duda. En la penumbra de la pequeña habitación su belleza era inmortal. Si me hubiera encontrado con un ángel salido de algún evangelio hubiera dicho que su belleza rodeaba su aparición como una aureola. Había como una vitalidad en torno a sus facciones, grandes y puras -la frente, las cuencas de los ojos, la noble barbilla, las sensibles aletas de la nariz.


Ella notó inmediatamente mi reacción y se puso contenta. Empezó a hablarme del trabajo con La historia de Gösta Björling. Subimos al pequeño estudio y registramos el rincón de la izquierda. Allí había todavía un hoyo en el suelo, consecuencia del incendio de Ekeby. Ella mencionó nombres de asistentes y electricistas de los que solo quedaba uno en la casa. Por razones inexplicables Stiller lo había echado del estudio. El se había cuadrado mientras aguantaba la reprimenda, había dado media vuelta y se había marchado. No volvió a poner los pies en el interior, sino que se convirtió en el jardinero de los estudios de Rasunda. Cuando un director le caía bien, se cuadraba y presentaba armas con el rastrillo y, a veces, cantaba unos compases de la Marcha Real. El director que no le caía bien solía encontrarse con un montón de hojas o de nieve delante del coche.


Greta Garbo se reía con su risa fresca y limpia. Recordaba que aquel hombre le obsequiaba siempre con galletas de jengibre hechas en casa. Nunca se había atrevido a decirle que no.




Dimos una vuelta rápida por la zona. Iba vestida con un elegante traje pantalón, se movía enérgicamente, su cuerpo era vital y atractivo. Como había trechos resbaladizos por el camino en pendiente, me cogió del brazo. Al volver a mi despacho estaba alegre y distendida. Mi asistente y su invitada alborotaban el cuarto de al lado.


Alf Sjöberg quería que hiciésemos una película juntos, un verano nos pasamos una noche entera sentados en un coche en el bosque de Djurgarden, hablando y hablando... Era tan convincente, era irresistible. Le dije que sí, pero a la mañana siguiente me arrepentí y le dije que no. Fue una tremenda estupidez. ¿No le parece a usted que fue una estupidez, señor Bergman?




Se inclinó hacia el escritorio de modo que la parte inferior de su rostro quedó iluminada por la luz de la lámpara. ¡Entonces vi lo que no había visto! Su boca era fea: un tajo pálido rodeado de arrugas verticales. Era algo inaudito y escandaloso. Toda aquella belleza y en medio de la belleza un acorde disonante. Aquella boca y lo que contaba no había cirujano plástico ni maquillador que lo hiciera desaparecer. Ella leyó mis pensamientos al instante y se quedó callada, hastiada. Minutos después nos despedimos. La he estudiado en su última película, cuando tenía treinta y cinco años. Su rostro era hermoso pero tenso, la boca carecía de suavidad, la mirada casi siempre distraída y triste, pese a las situaciones cómicas. Quizá su público notó algo que ella ya sabía por su espejo.




La Cinefilia No Es Patriota

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