Tercer y último texto (por ahora) de artículos recientes que han sido discutidos una y otra vez en la comunidad gaucha. Claudia Von, nuestra amable amiga en Buenos Aires, nos envió este artículo en el que, una vez más, se ofrece una mirada crítica con respecto al muy respetado cine argentino. Demasiado respetado, según muchos de ellos. No hay que sorprenderse por ello, ni tampoco por ver que en el interior de El Amante existen visiones contrapuestas sobre un mismo tema. (FV)
La tristeza de los niños ricos
(de El Amante, 174)
El Nuevo Cine Argentino está enfermo de gravedad. Pero no, no es que está gravemente enfermo sino que la gravedad es su enfermedad. O a lo mejor sí, la cosa es, además, grave y entonces podemos decir que el NCA esta enfermo de gravedad de gravedad. Gravemente enfermo de gravedad.
Lo que hace diez años era un soplo de aire fresco y libertario se está convirtiendo en un aroma rancio, de encierro. Las películas nacionales dirigidas por jóvenes parecen hechas por gente vieja, amargada, triste, fatua, atormentada con la muerte y el dolor, despojada de vitalidad y con aires de importancia. Que las películas sean graves y solemnes no quiere decir necesariamente que sean malas o que no tengan valores: la historia del cine tiene sobrados ejemplos de obras maestras que no se caracterizan justamente por su liviandad. Sin embargo, llama la atención que un cine que tenía la pretensión de renovar la escena, que ponía patas para arriba una cinematografía totalmente pretenciosa, impostada y artificiosa, ahora repita algunos de los errores de sus antecesores.
Es verdad que, a diferencia de la generación anterior, los nuevos directores saben donde ubicar la cámara y cómo moverla, tienen una formación heterogénea y actualizada y en general son honestos y aman genuinamente su oficio. Pero la sucesión de películas en las cuales la gracia brilla por su ausencia es llamativa: como si les hubieran extirpado el sentido del humor o el impulso vital o ambas cosas a la vez.
La lista de títulos que incluyen alguna o más de las características que he mencionado es sorprendentemente larga. Incluye películas que me gustan mucho (Nacido y criado), películas que me gustan algo o bastante (Los suicidas, Como pasan las horas, Como un avión estrellado, Nordeste y Agua), otras que me mantienen en la duda (El custodio), decepciones (Fantasma, Géminis) y películas que me provocan un rechazo total (Monobloc, Cuatro mujeres descalzas, Extraño, Perro amarillo, Mientras tanto).
Muchas de ellas son sombrías inevitable y legítimamente. En otras uno advierte como una especie de caparazón, como si a sus autores les diera miedo la exposición y se refugiaran en la seriedad, construyendo sistemas inmunes a la crítica más sofisticada. Hay una crítica brutal, que rechaza cualquier cosa que se aparte de los caminos convencionales y que considera un valor estético positivo la cantidad de espectadores alcanzada. A la crítica culta (incluyo a esta revista), le resulta muy difícil señalar características negativas del NCA sin sentirse parte de la contra, como si la sinceridad se tomara como traición. Otra característica de la crítica culta es que se siente automáticamente seducida por los “programas” estéticos. Las películas programáticas, aquellas que toman una decisión excluyente sobre la puesta en escena previamente al rodaje, son evaluadas positivamente, como si una decisión inalterable y la incapacidad absoluta de permitirse encontrar la forma durante la filmación fuera un mérito y no una arbitrariedad.
Un buen ejemplo de película programática lo encontramos en Monobloc, la segunda obra de Luis Ortega. El realizador de Caja negra tiene el talento suficiente como para crear un universo original y propio. El trabajo de la cámara es notable y la utilización de los colores probablemente no tiene antecedentes en el cine nacional. Lo que construye Ortega con estas habilidades es lo más parecido que vi en mi vida a la nada absoluta. Monobloc rechaza de plano la idea de relacionarse de alguna manera, por más vaga y lejana que sea, con el mundo real.
Pedir alguna semejanza entre la vida tal como la conocemos cotidianamente y la película no implica, como el director sugiere en sus victimizadas declaraciones, que haya que sumergirse en algún tipo de costumbrismo. Por el contrario, implica el desafío de recrear las experiencias de una forma creativa en la que, por ejemplo, el dolor de la renga y la angustia de la moribunda sean referentes de algo conocido y no elementos decorativos de una vidriera chic.
Monobloc no dice nada sobre el mundo ni sobre el dolor ni sobre la angustia; tampoco sobre la realidad cotidiana ni sobre la extrañeza que nos provoca el mundo. Todo sucede en un planeta desierto, donde solo interactúan tres, y por momentos cuatro, actrices que desgranan diálogos improbables y desganados mientras repiten rutinas rigurosamente calculadas por el guión (el fernecito, los chapuzones, las aceitunas, los viajes en auto, etc.). Estéticamente deslumbrante, sus planos se asemejan a tableaux vivants en los cuales la cámara, frontal, sin profundidad, se desplaza horizontalmente, contemplativa e inerte. La crueldad y el goce por la humillación –dos elementos que siempre rinden bien-- se ensañan con el personaje de Graciela Borges, una moribunda a la que se hace innecesariamente subnormal (su mejor frase es “Quiero acariciar el pony”).
La película es absolutamente impenetrable a la crítica ya que construye con éxito lo que se propone: gente que sufre en un ámbito irreal, cuidada planificación estética y aires de tragedia. Lo que hay que rechazar es el sistema elegido. Lo que hay que decir es que Monobloc es una película que no habla de nada, un artículo snob, un gadget lujoso.
Otra característica que comienza a aparecer es la autorreferencia, lo que no sería escandaloso si no se tratara de jóvenes que van por su segunda o tercera películas. En Monobloc, una película que rechaza toda referencia concreta al mundo real, Ortega pone forzadamente en uno de sus diálogos el título de su primera película, actúa su madre y las canciones que se escuchan son las de su padre, como si su universo personal fuera lo único que valiera la pena rescatar de la realidad.
El caso se hace más dramático en Fantasma, la tercera obra de Lisandro Alonso. Aquí, todo gira en torno al director: las personas que circulan en la locación, la locación, lo que hacen, nada tiene sentido a menos que refiera a Lisandro Alonso. Fantasma es una película centrípeta: el punto donde confluyen los radios es el director mismo y su obra, algo que no es necesariamente malo pero que en este caso roza lo absurdo ya que la mencionada filmografía consta de sólo 2 (dos) películas. Extraordinarias, a mi modo de ver, pero dos. Nuevamente, como Monobloc, Fantasma trata sobre nada, no refiere a nada, es un objeto cerrado en sí mismo, que rechaza el mundo exterior, real, sólido, político y social. Blindada a fuego a la crítica, la obra recibió no una ni dos sino tres críticas laudatorias en El Amante.
Las películas de Ortega y Alonso pueden ser ejemplos extremos de una estilización auto protectora pero en la mayoría de los títulos mencionados se puede detectar un temor parecido. No las une el modo de producción sino el espanto. El espectro de financiación abarca desde la más rabiosa autogestión hasta el camino tradicional del crédito y el subsidio pasando por todas las instancias intermedias. No es un problema de condicionamiento ante el proveedor de dinero sino de pánico a la exposición personal. Son películas miedosas, retraídas, contenidas, en las que pasan cosas espantosas (si no es que no pasa nada) pero, sin embargo, sin emociones.
De risas ni hablemos, el humor está vedado y la parquedad es vista como un valor expresivo como si la palabra fuera veneno. (Después del combo Un oso rojo, Extraño y El custodio llegué a pensar que Julio Chávez había enmudecido y no iba a sonreír nunca más pero un WIP de la nueva película de Ariel Rotter me devolvió la confianza en sus músculos faciales). Toda esta seriedad impostada va conformando un nuevo qualité, un estándar cómodo, que garantiza cierta recepción crítica y una favorable acogida en el circuito de los festivales. La angustia, no como síntoma, sino como elemento contrafóbico y, para colmo, generador de prestigio; la estilización como sistema; el programa estético como recurso automático.
El panorama sería desolador si no pudiéramos echar mano a algunos contraejemplos que nos indican que otro cine es posible. Este año hemos visto películas graciosas y luminosas, como Ana y los otros, Opus, Porno. Hasta Derecho de familia, con sus pretensiones de renovar el mainstream y su apego a cierto costumbrismo, muestra la vitalidad y el dinamismo que todo movimiento renovador requiere. Son películas realizadas por personas inteligentes y no hay rasgos más demostrativos de la inteligencia que la capacidad de mirarse desde afuera y no tomarse demasiado en serio, de reírse, de curiosear y de dejarse sorprender.
Como lo hiciera en su momento fundador, el Nuevo Cine Argentino deberá salir otra vez a la calle, contactarse con el mundo real, ensuciarse con sus calles mugrientas, respirar su aire viciado y volver a reír. Ser libres otra vez, eso es lo que necesitamos. Y si no, que venga una nueva generación a escupir sobre nuestra tumba, que bien merecido nos lo vamos a tener.
(Gustavo Noriega)