Esta idea recibió un giro crítico-ideológico directo en una película no suficientemente valorada de John Carpenter (They Live, 1988), en la cual un vagabundo solitario llega a Los Angeles y descubre que nuestra sociedad consumista está dominada por alienígenas, cuyos disfraces de humanos y mensajes publicitarios subliminales solo son visibles con anteojos especiales: cuando nos ponemos estos lentes, podemos percibir a nuestro alrededor múltiples mandatos (“¡Compra esto!”, “¡Entra en este negocio!”, etcétera) que de otro modo recogeríamos y obedeceríamos sin tener conciencia de ellos. Una vez más, el encanto de esta idea reside en su ingenuidad: como si el excedente de un mecanismo ideológico respecto de su presencia visible se materializara en otro nivel invisible, de modo que, con anteojos especiales, pudiéramos “ver literalmente la ideología”…[6]
En el nivel del habla, hay una brecha que separa para siempre lo que nos sentimos tentados a llamar protohabla o “habla en sí” respecto del “habla para sí”, el registro simbólico explícito. Por ejemplo, hoy en día los psicólogos del sexo nos dicen que antes de que una pareja enuncie explícitamente su intención de compartir la cama ya hay algo decidido en el nivel de las insinuaciones, del lenguaje corporal, del intercambio de miradas… La trampa que hay que evitar es la ontologización precipitada de esta “habla en sí”, como si el habla se preexistiera a sí misma, como un “habla antes del habla” plenamente constituida: como si esta “habla avant la lettre” existiera realmente y fuera un lenguaje plenamente constituido más central, del cual el lenguaje explícito normal solo sería un reflejo superficial secundario, de modo que todo estaría ya verdaderamente decidido antes de que se hable explícitamente al respecto. Contra esta ilusión, siempre debemos tener presente que esa protohabla no deja de ser virtual: solo se vuelve actual cuando se sella su alcance, postulando como tal en la palabra explícita. La mejor prueba al respecto es el hecho de que este protolenguaje sigue siendo irreductiblemente ambiguo e indecidible: está “preñado de significados”, pero de una especie de significados flotantes, no especificados, en la espera de la simbolización en acto que les confiera un giro definitivo… En un célebre pasaje de su carta a Lady Ottoline Morrell, en el cual Bertrand Russell recuerda las circunstancias en que le declaró su amor, él se refiere precisamente a esta brecha que separa para siempre el dominio ambiguo de la protohabla respecto del acto explícito de la asunción simbólica: “No supe que te amaba hasta que me escuché diciéndotelo; por un instante pensé “Dios mío, ¿qué es lo que he dicho?”, y a continuación supe que era verdad”.[7] Una vez más, sería erróneo leer este paso desde el “en sí” al “para sí” como que, en la profundidad de sí mismo, Russell ya sabía que la amaba: este efecto de “desde siempre”, de “siempre ya”, es estrictamente retroactivo; su temporalidad es la de un futur antérieur: Russell no estaba antes enamorado sin saberlo, sino que habrá estado enamorado.
[6] Desde luego, la cuestión sigue abierta, en cuanto esta idea paranoide está plenamente justificada con respecto a la propaganda subliminal. [7] Cita tomada de R.W. Clark, The life of Bertrando Russell, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1975, pág. 176.
Lady Otoline Morrell
Bertrand Russell
En la historia de la filosofía, el primero que abordó esta trama siniestra, preontológica, todavía no simbolizada de las relaciones, fue el propio Platón, quien, en su tardío Timeo, se sintió obligado a presuponer una especie de matriz-receptáculo de todas las formas determinadas gobernadas por sus propias reglas contingentes (chora); es esencial que no nos precipitemos a identificar esta chora con la materia aristotélica (hyle). No obstante, el intento de precisar los contornos de esta dimensión preontológica de lo Real espectral, que antecede y elude a la constitución ontológica de la realidad, fue lo que generó la gran grieta que atraviesa el idealismo alemán (en contraste con el estereotipo convencional según el cual los idealistas alemanes propugnaban la reducción “panlogicista” de toda la realidad a la condición de producto de la automediación del concepto). Kant fue el primero en detectar esta fisura en el edificio ontológico de la realidad: si (lo que experimentamos como) “la realidad objetiva” no está simplemente dada “allí afuera”, aguardando que el sujeto la perciba, sino que es un compuesto artificial que se constituye con la participación activa de ese sujeto (es decir, mediante el acto de la síntesis trascendental), un poco antes o después surge un interrogante: ¿cuál es el status de la X siniestra que precede a la realidad constituida como trascendental? F. W. J. Schelling nos proporciona la descripción más detallada de esta X con su concepto del “fundamento de la existencia”, de lo que en “el propio Dios no es todavía Dios”: la “locura divina”, el oscuro dominio preontológico de los “impulsos”, lo Real prelógico, el elusivo fundamento de la razón que nunca puede ser aprehendido como tal, sino solo vislumbrado en el gesto de repliegue…[8] Aunque esta dimensión puede parecer totalmente extraña al idealismo absoluto de Hegel, fue sin embargo el propio Hegel quien proporcionó su descripción más aguda en el pasaje citado de la Jenaer Realphilosophie: el espacio preontológico de “la noche del mundo”, en el cual “aquí pasa una cabeza ensangrentada —allá otra horrible aparición blanca, que de pronto está ante él, y de inmediato desaparece”, ¿no es la descripción más sucinta del universo de Lynch?
Esta dimensión preontológica se puede discernir del mejor modo en el gesto hegeliano esencial de trasponer la limitación epistemológica como falta ontológica. En cierto sentido, todo lo que Hegel hace es suplementar la conocida máxima kantiana sobre la constitución trascendental de la realidad (“las condiciones de posibilidad de nuestro entendimiento son al mismo tiempo las condiciones de posibilidad del objeto de nuestro conocimiento”), con su versión negativa: la limitación de nuestro conocimiento (su incapacidad para captar el todo del ser, el modo en que nuestro conocimiento queda inexorablemente enredado en contradicciones e inconsistencias) es al mismo tiempo la limitación del objeto de nuestro conocimiento, de modo que las grietas y vacíos de nuestro conocimiento de la realidad son simultáneamente las grietas y vacíos del edificio ontológico “real” en sí mismo. Podría parecer que Hegel se está oponiendo radicalmente a Kant: ¿acaso no desplegó el último y más ambiguo edificio ontológico global de la totalidad del ser, en claro contraste con la afirmación kantiana de que es imposible concebir el universo como un todo? Pero esta impresión es errónea: no toma nota de que el “motor” más íntimo del proceso diálectico es el interjuego entre el obstáculo epistemológico y el atolladero ontológico. En el curso de un giro reflexivo dialéctico, el sujeto se ve obligado a asumir que la insuficiencia de su conocimiento de la realidad indica la insuficiencia más radical de la realidad misma (piénsense en la concepción marxista corriente de la “crítica de la ideología”, cuya premisa básica es que “la inadecuación” de la concepción ideológicamente distorsionada de la realidad social no es un simple error epistemológico, sino que al mismo tiempo señala el hecho más perturbador de que algo debe de estar horriblemente mal en la propia realidad social: solo una sociedad que “está mal” genera una “mala” conciencia de sí misma). Hegel dice algo muy preciso: las inconsistencias y contradicciones intrínsecas de nuestro conocimientos no solo no le impiden funcionar como conocimiento “verdadero” de la realidad, sino que solo hay “una realidad” (en el sentido usual de la “realidad externa dura”, opuesta a las “meras ideas”) en la medida en que el dominio del concepto está alienado de sí mismo, escindido, atravesado por algún atolladero radical, atrapado en alguna inconsistencia debilitadora.
Para hacernos una idea aproximada de este torbellino dialéctico, recordemos la oposición clásica de las dos concepciones mutuamente excluyentes de la luz: la luz como compuesta por partículas, y la luz como onda. La “solución” propuesta por la física cuántica (la luz es al mismo tiempo partículas y ondas) le traslada esta oposición a la “cosa misma”, con el resultado ineludible de que la “realidad objetiva” pierde su status ontológico pleno, se convierte en algo ontológicamente incompleto, compuesto de entidades en última instancia virtuales. O bien pensemos en el modo en que vamos reconstruyendo en nuestra mente el universo lleno de “agujeros”, no constituido totalmente, de una novela que estamos leyendo: cuando Conan Doyle describe el departamento de Sherlock Holmes, no tiene sentido preguntar cuántos libros hay exactamente en los estantes. El propio autor no tiene una idea precisa. Pero, ¿y si lo mismo pudiera decirse de la realidad, por lo menos en el nivel del significado simbólico? Hay una frase célebre de Abraham Lincoln: “Se puede engañar a toda la gente durante algún tiempo, y a parte de la gente durante todo el tiempo, pero no se puede mantener siempre engañadas a todas las personas”. Esta máxima es ambigua desde el punto de vista lógico: ¿significa que hay algunas personas a las que siempre se las puede mantener engañadas, o que en cada oportunidad alguien va a ser engañado? Pero tal vez no corresponda preguntar: “¿Qué quiso decir Lincoln realmente?” ¿Entonces? La solución más probable de este enigma es que el propio Lincoln no tenía conciencia de esa ambigüedad; él simplemente quiso decir algo ingenioso, y la frase se le impuso porque “sonaba bien”. En esa situación, un significante (en este caso, un renglón) sutura la ambigüedad fundamental y el carácter inconcluso que subsiste en el nivel del contenido significado. ¿Y si ese mismo significante también formara parte de lo que llamamos “realidad”? Nuestra realidad social ¿no está “construida simbólicamente”, también en este sentido radical, de modo que para mantener la apariencia de su consistencia es preciso que un significante vacío (lo que Lacan llamó “significante amo”) recubra y oculte la grieta ontológica?
Es decir que la brecha que separa para siempre el dominio de la realidad (simbólicamente mediado, o sea, constituido ontológicamente) respecto de lo Real elusivo y espectral que lo precede, tiene un carácter crucial: lo que el psicoanálisis llama “fantasía” o “fantasma” es el esfuerzo tendiente a cerrar esa brecha mediante la percepción (errónea) de lo Real preontológico como simplemente otro nivel de la realidad, “más central”. La fantasía proyecta sobre lo Real preontológico la forma de la realidad constituida (como en la idea cristiana de otra realidad, la realidad suprasensible). El gran mérito de Lynch reside en su resistencia a esta tentación propiamente metafísica de cerrar la brecha entre los fenómenos preontológicos y el nivel de la realidad. Aparte de su procedimiento visual primario para transmitir la dimensión espectral de lo Real (el primer plano excesivo del objeto descrito, que lo hace irreal), debemos prestar atención al modo en que Lynch juega con sonidos siniestros no localizables. La secuencia de pesadilla de El hombre elefante (The Elephant Man), por ejemplo, es acompañada por un extraño ruido vibratorio que parece no respetar la frontera que separa lo interior de lo exterior: es como si, en ese ruido, la externalidad extrema de una máquina coincidiera con la máxima intimidad del interior del cuerpo, con el ritmo del corazón palpitante. Esta coincidencia del núcleo mismo del ser del sujeto, de su sustancia vital, con la externalidad de una máquina, ¿no nos ofrece una ilustración perfecta de la noción lacaniana de la ex-timidad?
[8] Véase una exposición detallada en Slavoj Žižek, The indivisible Remainder. An Essay on Schelling and Related Matters, Londres, Verso, 1996.
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