LAS PELÍCULAS DE MI VIDA
LOS ARISTOGATOS
Cine Azul, Santa Beatriz, 1971.
Como si esa densa y alfombrada tiniebla no me hubiera dado ya miedo suficiente, un majestuoso león gigantesco surgió de en medio de la nada y, antes de que alcanzara a abrir el hocico para lanzar su mítico rugido yo ya estaba chillando como un majestuoso lechón. Si esos eran los aristogatos yo no quería volver a verlos jamás en la vida. Mi mamá me sacó en peso hasta la soleada calle en medio de las risas piadosas de las demás familias que abarrotaban la sala en aquella función matinal.
Vivíamos a media cuadra de ese cine de nombre tan Rubén Darío, hoy horriblemente travestido de iglesia Pare de Sufrir. ¡Para de llorar! –pedía mi vieja que, como buena cinemera, detestaba ver la película empezada–. Yo –gordezuelo abominable– la chantajeaba exigiendo que me compre media confitería, incluidos, por supuesto, los populares chupetes Picolines, chocolates Golazo de Motta con arroz crocante y esas codiciadas bolsas de canchita dulce marca Laurel que venían con juguete adentro. Como media hora después, volvimos a entrar y todo lo que recuerdo es que uno de los gatos en cuestión se llamaba Berlioz, igual que el loco de la Sinfonía Fantástica. Más no me pidan porque –tras semejante empachada de golosinas– me quedé seco. La primer vez que lloré en el cine coincide, pues, con la primera película que no vi.
JOKER
Cine City Hall, Cercado de Lima, 1974.
Se supone que en inglés significa bromista, chistoso. Pero nunca hubo en el mundo cosa más triste que aquel río de lágrimas propiciado, sin duda, por alguna perniciosa versión hindú de César Vallejo. Si ahora alguien me dijera: “Vamos al cine que Cucharita está con la depre”, lo mandaba al carajo. Pero en ese entonces si no habías ido a ver esa película con nombre de naipe, no eras nadie. En mi experiencia, los payasos –por lo menos los que contrataban para las fiestas– eran todos, debajo del Griffin y el colorete, unos chaveteros part-time que contaban chistes de Néstor Quinteros y apestaban, a diez metros, a sobaco. Pero este tal joker –que nadie pronunciaba yóker– sí que se la llevaba refácil, porque lo suyo era poner a todo el mundo a moquear y, claro, así cualquiera era payaso. ¿Cuál es el chiste?
El City Hall queda –o quedaba, no lo sé– frente al Scala Gigante de Alfonso Ugarte. (Nota para adolescentes: Scala era un supermercado. Como Tía -¿manyas?- como Gálax.) Para llegar a ese cine, eterna catedral de Mi Familia Elefante, había que atravesar la quimérica bruma producida por el humo de anticuchos y fritangas. Pero el centro olía rico y no a berrinche como ahora. La humareda, además, te irritaba los ojos y te los iba preparando para que, una vez dentro, pudieras berrear como una auténtica Madre India.
El músico, poeta y loco de la familia, mi tío Washi –que en realidad, pobre, se llamaba Washington y lo torturaban diciéndole Wash And Wear– era mi Obi-Wan Kenobi, (porque hasta la barba blanca tenía) y yo soñaba con algún día dibujar igual que él, escribir igual que él, reírme de absolutamente todo, con esa risa todopoderosa con que se reía él. Mi tío Washi, decía, se burló de mí sin misericordia cuando le conté orgulloso que me había soplado ese dramón moquiento: Mira que pagar por ponerse triste… ¡si serás gafo, coño, eso viene gratis! Sin embargo, un buen día se apareció en la casa trayéndonos de regalo un óleo hermoso e inquietante que se había amanecido pintando en ese caótico taller suyo al que regreso cada vez que vuelvo a sentir el olor del aguarrás. Era un multicolor payaso triste que, hasta ahora, me queda mirando siempre con su inquisitiva mirada de basset hound. Ni siquiera sé cuántos años han pasado desde esa fea llamada que, desde Venezuela, nos informó que el tío Washi había muerto. No lloré. Pero vaya que lo extraño malamente. Cuando evocan sus ocurrencias, mis tías siempre repiten: ¡era un payaso! Qué bendición que la gente te recuerde así. (Continuará…)
Beto Ortiz
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