LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Monday, May 07, 2007

LAS PELÍCULAS DE MI VIDA (2da parte)





LA LAGUNA AZUL
Cine Country, Lince, 1979



Durante años, vivimos convencidos de que Ursula Santa María era la chica más linda de la galaxia, hasta que otra diosa descendió de los cielos para derribarla. Hasta tres veces al día nos concentrábamos en ella, con una mística que ni los monjes budistas: le rezábamos un rosario entero de misterios muy gozosos. Pero eran adoraciones a lo lejos y solo los chuchan-boys más macetitas como Boris Wenninger osaban sacarla a bailar sin miedo a ser fulminados como cucarachas por el Baygón de sus ojos verdes: Multiplícate por cero, papacito.


La adorábamos porque, además de cuerito, era rebelde y se las arreglaba para violentar –al mismo tiempo– todas las normas de vestir de nuestro plantel cucufato. Usaba la falda una cuarta por encima de la rodilla y las medias bien chorreadas sobre los míticos Titus, dejando al aire esas pantorrillas que, de seguro, bronceaba en Totoritas. Se arremangaba la blusa hasta dejarla manga cero, se soltaba los tirantes, se prendía la insignia a la cintura y se adornaba con sacrílegos aretes largos y varias hileras de pukas y chakiras regaladas por tablistas veinteañeros. Por si fuera poco, se pintaba los labios más codiciados del reino con un rouge asesino que olía sin piedad a chicle Sour sabor manzana. A la salida, ella tomaba la 59-B. Yo, en cambio, la 12 –A. Y para llegar a ambos paraderos había que recorrer todo Río de Janeiro hasta la muy cenicienta Residencial.


Escoltada por su nube de ángeles castaño-claros, montaraces y apolíneos, Ursulita levitaba gloriosa por la vereda solariega de la izquierda. A la derecha, por una sombra solitaria de aciagas buganvillas, penábamos, plúmbeos, los marginados del sistema. Arrastrando los pies, el alma y la mochila. Hacer la cola del Enatru era todo un suplicio y, adentro, una vez enlatado, un simple codo puesto a tiempo en el lugar correcto podía significar la diferencia vital entre puntear y ser punteado. Fue en medio de uno de esos cotidianos ajetreos que la vi. Una nínfula en ajustado polito de educación física. Dios, cómo se le translucían sus mundialmente célebres tetitas. Estaba sentada con la cabeza lánguida apoyada en la ventana, la mirada vidriosa en el vacío y un extraño adminículo conectado a sus oídos, un aparato que, en ese entonces, en Perú nadie tenía y que –años después lo sabríamos –se llamaba walkman, ¿era ella?


¿Cómo era posible que nadie más la estuviera contemplando con la boca abierta? Necesitaba un testigo con urgencia. Alguien más que, en el futuro, pudiera dar fe de que era verdad tanta belleza. Miré en derredor pero no pude distinguir a nadie conocido. Recé: que no se baje. Pero cuando llegamos a Los Eucaliptos se puso de pie y a su solo resplandor la masa compacta de viajantes se abrió, obediente, como las aguas del Mar Rojo y la discreta estela de su perfume a noctámbulos jazmines reemplazó al vapor hediondo de todas las tardes. Cuando pasó por mi lado, a solo centímetros, alcancé a reconocer la canción de moda que se escapaba de sus auriculares: de pronto, canto/será porque te amo. Ahora se estaba bajando. Sin mirar a nadie. Maldita sea. ¿Por qué no la seguí? ¿Por qué hasta hoy nadie cree que me topé en el bussing con Brooke Shields?




JESUCRISTO SUPERSTAR
Cine San Felipe, Jesús María, 1976



Pruébame que eres divino, conviérteme el agua en vino. Desde que veía el afiche, uno se preguntaba por qué no le habían puesto “Jesucristo North Star” porque, nadie sabe cómo, ese Nazareno hippilín calzaba por Jerusalén esas franciscanas –y horrorosas–zapatillas blancas de lona y jebe que usábamos, masivamente, quienes aún acariciábamos el sueño de las Adidas propias. Décadas antes de la censura a La Ultima Tentación de Cristo, nuestro afectadito profesor de religión, el hermano Roger, nos había prohibido terminantemente disfrutar de aquel memorable musical de Andrew Lloyd Weber que, en mi caso, degeneró en una grave y muy sospechosa broadwaymanía. “Es alienante”, nos advirtió.


Nadie supo lo que eso significaba pero, como sonaba pecaminoso, fue suficiente estímulo para meter al salón entero, en masa, al cine de barrio más cercano después de clases. Cuando vimos en las fotos de la vitrina al Judas Negro, perseguido por tanques en el desierto a los centuriones romanos custodiando al crucificado con metralletas, todos dijimos: ¡pajísima! Pero a los pocos minutos de empezada la función, cundió el aburrimiento: ¿Alguna vez iban a parar de cantar, maldita sea? ¿Dónde se había visto un Jesucristo que reúne a los apóstoles para hacer coreografías? Mis amigos, furiosos, se mandaron mudar a media película, pifiando, pateando las butacas, gritando: “¡Mi plata!”. Yo, en cambio, estaba en éxtasis místico y poco me faltaba para batir hojas de palma: “Ho-ssana-hey ssana-ssana-ssana-ho!” Y yo que creía que nunca nada podría superar al “¡Aleluya, Aleluya!” de Cattone. Aquello era ni más ni menos que la Biblia bailada, las escrituras en rock, una fumada.

Me aprendí de memoria la letra de todas las canciones del doble LP y muchas, pero muchas veces, me aluciné el gordo Herodes con su african look y sus lentes oscuros de marco blanco mirando al Hijo del Hombre con desdén y cantándole: ¡Así que tú eres el Cristo!, ¡el famoso Jesucristo!... pruébame que no estás loco, camina sobre el agua un poco. Alguna vez pretendimos –un papelón– emular a Camilo Sesto y Angela Carrasco y montar la obra en español para Semana Santa en el auditorio del colegio, pero la farandulera iniciativa fue rechazada con rotundidad. ¡Eso está bueno para marihuaneros!, bramó la directora y muchos en mi sección, orgullosos residentes del tristemente célebre Jirón Huiracocha, se sintieron aludidos en el alma.

Hubo que conformarse, pues, con las desternillantes y, sobre todo, inútiles sesiones familiares de ensayo en las que, tribus enteras de primos, sicodélicamente ataviados de gálatas, efesios y corintios recontra a go-gó, jugábamos, abriendo y cerrando las cortinas de la sala a escenificar el musical que jamás presentaríamos en ninguna parte. No es tarde, sin embargo para decir que mi prima Lucía estaba notable cantando: ¿Podemos comenzar de nuevo? Could we start again, please? En su rol de María Magdalena. Modestia aparte, la fonomimia de nuestros coros era soberbia: Siempre quise convertirme en un apóstol/ sabía que un día lo iba a lograr/ Cuando me retire, escribiré el evangelio/ para que nunca dejen de hablar de mí.
Beto Ortiz

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