LA CINEFILIA NO ES PATRIOTA

DEDICADO AL CINE PERUANO QUE AÚN NO EXISTE

Thursday, December 28, 2006

LA APISONADORA Y EL VIOLÍN (1960)


DESPUÉS DE EISENSTEIN: Primera travesía de un cine “diferente”
La apisonadora y el violín

Como todo estudiante que terminaba la carrera en el Instituto Estatal de Cinematografía de Moscú (VGIK), Andrei Tarkovsky debía presentar al jurado de profesores un mediometraje propio a modo de examen final. No era su primer trabajo como director (antes había realizado dos cortometrajes –Los asesinos y No habrá salida– junto a un compañero de escuela, Alexander Gordon), aunque sí el primero que corría enteramente por su cuenta y riesgo, tanto a nivel de guión como de realización, y en el cual es patente el intenso control creativo que Tarkovsky ejercerá sobre todos sus trabajos posteriores (responsable de la calidad pictórica de primer orden de cada una de sus imágenes y de lo escaso de su producción, apenas siete películas en treinta años)

El resultado, para un recién egresado, es sorprendente. Con un perfil artístico ya bastante definido, la cinta ofrece una primera versión de las obsesiones y los recursos técnicos que más tarde constituirán el sello personal, intransferible, de uno de los máximos iconos contemporáneos del cine de autor. Aquí ha de descubrirse su mayor aporte al séptimo arte: renovar el panorama cinematográfico ruso, con una propuesta capaz de hacerle sombra al mismo Eisenstein.

El contexto de producción de La apisonadora y el violín se da durante el régimen totalitario soviético de fines de los años 50. Aun cuando el tirano Stalin ya estaba muerto desde hacía siete años, las exigencias del compromiso político con la revolución todavía seguían igual de rígidas para la producción cultural en todos sus niveles. En el Instituto al que pertenecía Tarkovsky, las calificaciones a los trabajos de los estudiantes, más allá de todo valor técnico o narrativo, siempre tenían un sesgo político inevitable, de conformidad con el discurso oficial del gobierno.

La solución que le da Tarkovsky a este conflicto es ejemplar: la película maneja claros elementos del discurso oficial y comprometido pero embebidos de su particular óptica, marcadamente individual y narcisista, aferrado a recuerdos personales de la infancia por encima de todo alegato político. Está ahí, como tema central, la solidaridad entre el obrero y el artista (un niño que toca el violín, variante del intelectual), ambos marginales pero puntales de la revolución, trabajando por la reconstrucción de una sociedad que sigue sufriendo los estragos de la segunda guerra mundial.

De igual manera también está ahí, pero problematizado, el elogio del esfuerzo físico y la energía cinética, de choque, en escena de la demolición del edificio (filmada en exteriores y con un gran despliegue de recursos, montaje frenético, a lo Eisenstein, de planos de conjunto y de detalle de la masa de actores que sigue las evoluciones de la bola de acero que derrumba con gran dramatismo las paredes) Esta secuencia es significativa porque inmediatamente después Tarkovsky ofrece, como para enfatizar el contraste, el código artístico original, la nueva propuesta que el autor quiere establecer respecto al cine soviético: una lluvia a mitad de la demolición separa a los dos amigos, que luego se reencuentran, pasado el temporal, bajo un edificio abandonado, donde entablan una larga conversación respecto a sí mismos, a sus anhelos y frustraciones, enmarcados por una atmósfera irreal, donde la humedad es omnipresente, que posibilita un contacto intenso con el misterio de lo esencial, para llamarlo de algún modo, cuando el niño ejecuta una pieza en el violín para su amigo el obrero.

Secuencias como esta serán centrales en toda su filmografía: ambientes cerrados pero no claustrofóbicos, con una evocación de refugio después del diluvio; planos secuencias lentísimos, que privilegian la composición pictórica dentro del encuadre; pocos personajes que discuten entre sí problemas existenciales, cuestiones de fondo respecto al mundo y a la vida (el compromiso del artista –Andrei Rublev–, el conocimiento humano –Solaris–, la felicidad –Stalker–, la cuestión religiosa –El Sacrificio–), en medio de lo cual se revela eso que llamamos el misterio de lo esencial, una suspensión del discurso de los personajes para dar paso a imágenes de fuerte carga onírica, con el agua y la humedad abarcándolo todo, en una suerte de alegoría del útero materno.

La madre también cumple en esta primera cinta un rol central y premonitorio. Hacia el final es ella la responsable de que la amistad entre el obrero y el artista se frustre. Otra marca indeleble del autor: problemas para socializar con el mundo, para integrarse a los valores simbólicos (preocupaciones políticas, ideales colectivos y soluciones filosóficas) que transcienden al yo narcisista y egocéntrico; valores siempre desechados por una sospecha innata, una disconformidad, que en los hechos se reduce a la mera incapacidad de abandonar la tutela materna. Condición que a su vez le impide asumir otras perspectivas, por ejemplo el cine de género. El pecado de repetirse, de reincidir en los mismos temas y los mismos recursos formales, marca de toda una filmografía, limitada pero consciente de esos límites y siempre fiel a sí misma.

Esa constituye la grandeza de un director como Tarkovsky, el más importante de los rusos después de Eisenstein y el que mejor supo hacerle frente con una propuesta artística original, brillante y conmovedora, un cine que abandona el despliegue cinético por la sutil contemplación, y cuya influencia es cada vez más patente. Una influencia, por cierto, que dista mucho de ser masiva o fulgurante; como su propio arte, sus efectos buscan ser selectivos con el espectador, y las cintas que denuncian su influencia pueden contarse con los dedos pero configuran un grupo compacto y atractivo (el más dotado y elogiado entre sus compatriotas: Alexander Sokurov). Esas cintas no se mueven en el circuito comercial: su campo de producción y consumo está en los festivales internacionales de cine, donde el mismo Tarkovsky desarrolló su carrera.

De modo que Tarkovsky es actualmente uno de los emblemas de ese cine “distinto”, que en principio no responde a exigencias comerciales, que arriesga todo por un lenguaje críptico y obsesivo, y que se mueve en circuitos independientes, en los festivales de cinéfilos que dirigen para otros cinéfilos, que estatuyen la extrañeza de su arte como valor principal, sin ceder a contenidos humanos (genéricos, melodramáticos) para el gran público. Películas recientes que entran en esta clasificación: El regreso de Andrey Zvyagintsev y Japón o Batalla en el cielo de Carlos Reygadas. Solo queda comprobar si con el tiempo este elitismo podrá ser superado (una nota al respecto son ciertos videoclips de REM, como Losing my religion, dirigido por Tarsem).


Javier Muñoz Díaz

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1 Comments:

  • At 5:40 PM, Anonymous Anonymous said…

    colabora!

     

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