CUANDO LA LITERATURA ES CINE, O: ¡VIVA MARCEL PROUST!
Les copio un pequeñísimo fragmento de A la sombra de las muchachas en flor. El que sepa leer, que lea:
La Cinefilia No Es Patriota
Pero yo solo me quedé parado delante del Grand Hotel, haciendo tiempo hasta que llegara la hora de ir a buscar a mi abuela; cuando, allá por la otra punta del paseo del dique, destacándose como una mancha singular y movible vi avanzar a cinco o seis muchachas tan distintas por su aspecto y modales de todas las personas que solían verse por Balbec como hubiese podido serlo una bandada de gaviotas ‘venidas de Dios sabe dónde’ y que efectuara con ponderado paso –las que se quedaban atrás alcanzaban a las otras de un vuelo– un paseo por la playa, paseo cuya finalidad escapaba a los bañistas, de los que no hacían ellas ningún caso, pero estaba perfectamente determinada en su alma de pájaros.
Una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban clubs de golf, y por su modo de vestir se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec, pues aunque entre éstas hubiera algunas que se dedicaban a los deportes, no adoptaban un traje especial para ese objeto.
Era aquella la hora en que damas y caballeros veraneantes solían dar su paseo por allí, expuestos a los implacables rayos que sobre ellos lanzaba, como si todo el mundo tuviese alguna tacha particular que había que inspeccionar hasta en sus mínimos detalles, los impertinentes de la señora del presidente de sala, sentada muy tiesa delante del quiosco de la música, en el centro de esa tan temida fila de sillas a las que muy pronto habrían de venir a instalarse estos paseantes, para juzgar a su vez, convertidos de actores en espectadores, a los que por allí desfilaran. Toda esa gente que andaba por el paseo, balanceándose como si estuvieran en el puente de un barco (porque no sabían mover una pierna sin hacer al propio tiempo otra serie de cosas: menear los brazos, torcer la vista, echar atrás los hombros, compensar el movimiento que acababan de hacer con otro equivalente en el lado contrario, y congestionarse el rostro), hacían como que no veían a los demás para fingir que no se ocupaban de ellos, pero los miraban a hurtadillas para no tropezarse con los que andaban a derecha e izquierda o venían en dirección contraria, y precisamente por eso se tropezaban, se enredaban unos con otros, pues también ellos habían sido recíproco objeto de la misma atención secreta y oculta tras aparente desdén, por parte de los demás paseantes; porque el amor –y por consiguiente el temor– a la multitud es móvil poderosísimo para todos los hombres, ya quieran agradar o deslumbrar a los demás, ya deseen mostrarles su desprecio. El caso del solitario que se encierra absolutamente, y a veces por toda la vida, muchas veces tiene por base un amor desenfrenado a la multitud, amor mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y que por no poder ganarse, cuando sale de casa, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero de punto, prefiere que no lo vean nunca, y para ello renuncia a toda actividad que exija salir a la calle.
En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales iban pensando en alguna cosa, pero delatando entonces la movilidad de su ánimo por una serie de bruscos ademanes y una divagación de la mirada tan poco armoniosos como la circunspecta vacilación de sus vecinos, las muchachas que digo, con ese dominio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin titubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás, de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban acercando a mí. Cada una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aunque, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna de ellas. No había más que una que, por su nariz recta y su tez morena, contrastaba vivamente con sus compañeras, como un rey Mago de tipo árabe en un cuadro del Renacimiento; a las demás las reconocía por un solo rasgo físico: a ésta, por sus ojos duros, resueltos y burlones; a aquélla, por los carrillos de color rosa tirando a cobrizo, tono que evocaba la idea del geranio, y ni siquiera esos rasgos los había yo atribuido indisolublemente a una muchacha determinada y distinta; y cuando (con arreglo al orden en que se iba desarrollando este maravilloso conjunto, en el que se tocaban los más opuestos aspectos y se unían las más diferentes gamas de color, pero todo ello confuso como una música en la que me fuese imposible aislar y reconocer las frases que iban pasando, perfectamente distintas, pero inmediatamente olvidadas) veía surgir un óvalo blanco, unos ojos azules o verdes, no sabía bien si esa cara y esa mirada eran las mismas que me sedujeron el momento antes, y me era imposible referirlas a una sola muchacha separada y distinta de las demás. Y, precisamente, el hecho de que en esta mi visión faltaran las demarcaciones que luego habría yo de fijar entre ellas propagaba en el grupo algo como una fluctuación armoniosa, la constante traslación de una belleza fluida, colectiva y móvil.
Si habían ido a reunirse en la vida aquellas amigas, todas guapas, para formar un grupo, quizá no era por puro efecto de la casualidad; acaso esas muchachas (que con sólo su actitud revelaban un modo de ser atrevido, frívolo y duro), sumamente sensibles a todo ridículo y fealdad e incapaces de sentirse atraídas por ninguna belleza de orden intelectual o moral, se encontraron un día con que entre todas sus compañeras se distinguían ellas por la repulsión que les inspiraban aquellas otras chicas que con su timidez, su encogimiento o sensibilidad, lo que ellas debían de llamar un “estilo antipático”, y no se juntaron con ellas; mientras que intimaron con otras muchachas que las atraían por su mezcla de gracia, de agilidad y belleza física, única forma con que se podía revestir; según ellas, un carácter franco y seductor, promesa de muy buenos ratos de amistosa compañía. Acaso fuese también que la clase social a que pertenecían, y que no pude precisar bien, se hallaba en ese punto de evolución en que, o bien por ser rica y ociosa, o bien por estar penetrada de las nuevas costumbres deportivas, tan difundidas hasta en ciertas capas del pueblo, y de una cultura física a la que queda aún por agregar la cultura intelectual se parecía un poco a esas escuelas de escultura armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, una clase social que produce naturalmente y en abundancia cuerpos hermosos, con piernas bonitas, con caderas bonitas, semblante tranquilo y sano y aire de astucia y agilidad. ¿Acaso no estaba yo viendo allí, delante del mar, nobles y serenos dechados de humana belleza, como estatuas colocadas al sol en la ribera de la tierra griega?
Parecía como que la cuadrilla de mozas, que iba avanzando por el paseo cual luminoso cometa, estimara que aquella multitud que había alrededor se componía de seres de otra raza, de seres cuyo sufrir no les inspiraría sentimiento alguno de solidaridad, y hacían como que no veían a nadie, obligando a todas las personas paradas a apartarse lo mismo que cuando se viene encima una máquina sin gobierno y que no se preocupa de choques con los transeúntes; a lo sumo cuando algún señor viejo, cuya existencia no admitían las jovenzuelas y cuyo contacto rehuían, escapaba con gestos de temor o indignación, precipitados o ridículos, se limitaban ellas a mirarse unas a otras, riéndose. No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio. Pero no podían ver ningún obstáculo sin divertirse en saltárselo, tomando carrerilla o a pies juntos, porque estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo; tanto, que hasta cuando se está triste o malo, y obedeciendo más bien a las necesidades de la edad que al humor del día, no se deja pasar ocasión de dar un salto o echarse a resbalar sin aprovecharla concienzudamente, interrumpiendo así el lento paseo, sembrándolo de graciosos incidentes, en que se tocan virtuosismo y capricho, lo mismo que hace Chopin con la frase musical más melancólica. La señora de un banquero ya muy viejo estuvo dudando en dónde colocar a su marido, y por fin lo sentó en su butaca plegable, dando cara al paseo, resguardado del aire y del sol por el quiosco de la música. Viéndolo ya bien instalado, acababa de marcharse en busca de un periódico para distraer con su lectura al esposo; estos cortos momentos en que lo dejaba solo, y que nunca duraban más de cinco minutos, cosa que a él le parecía mucho, los repetía la señora con bastante frecuencia, porque como deseaba prodigar a su viejo marido muchos cuidados y al propio tiempo disimularlos, de esa manera le daba la impresión de que aún se hallaba en estado de vivir como todo el mundo y no necesitaba protección. El quiosco de la música, al cual estaba arrimado el anciano, formaba una especie de trampolín natural y tentador; la primera muchacha de la cuadrilla echó a correr por el tablado de la música y dio un salto por encima del espantado viejo, rozándole la gorra con sus ágiles pies, todo ello con gran contentamiento de las otras muchachas, especialmente de unos ojuelos verdes pertenecientes a una cara de pepona, que expresaron ante aquel acto una admiración y alegría donde se me figuró a mí ver una cierta timidez vergonzosa y fanfarrona que no existía en las demás chiquillas. “¡Hay que ver ese pobre viejo, me da lástima, está medio cadáver ya!”, dijo una de ellas con voz bronca y en tono semiirónico. Anduvieron unos pasos más y se pararon en conciliábulo, en medio del paseo, sin darse por enteradas de que estaban estorbando el paso, formando una masa irregular, compacta, insólita y vocinglera, al igual de los pájaros que se agrupan para echarse a volar; luego reanudaron su lento caminar a lo largo del paseo, dominando el mar.
Ahora ya habían dejado de ser confusas e indistintas sus encantadoras facciones. Las había yo repartido y aglomerado (a falta de nombres) alrededor de la mayor, la que saltó por encima del viejo banquero; una menudita, que destacaba sobre el fondo del mar sus carrillos frescos y llenos y sus ojos verdes; otra de tez morena y nariz muy recta, en fuerte contraste con sus compañeras; la tercera tenía la cara muy blanca, como un huevo, y la naricilla formaba un arco de círculo cual el pico de un polluelo –cara que suelen tener algunos jovencitos–; la cuarta era alta y se envolvía en una pelerina, cosa que le daba un aspecto de pobre y desmentía la elegancia de su tipo (tanto, que a mí no se me ocurrió más explicación sino que aquella muchacha debía de tener unos padres de buena posición y que ponían su amor propio muy por encima de los veraneantes de Balbec y de la elegancia del indumento de sus hijos, de modo que les era igual que la chica anduviera por el paseo vestida de una manera que hasta para gente insignificante hubiese resultado modesta); y, por último, una muchacha de mirar brillante y risueño, de mejillas llenas y sin brillo, con una especie de gorra de sport muy encasquetada; iba empujando una bicicleta con un meneo de caderas tan desmadejado, con tal facha y soltando tales vocablos de argot muy ordinarios, y a gritos, cuando pasé a su lado (sin embargo, distinguí entre sus palabras esa frase molesta de “vivir su vida”), que tuve que abandonar la hipótesis basada en la pelerina de su compañera, y llegué a la consecuencia de que esas chiquillas eran de ese público que va a los velódromos, probablemente jóvenes amigas de corredores ciclistas. Claro es que en ninguna de mis suposiciones entraba la idea de que fuesen muchachas decentes. A primera vista –en el insistente mirar de la que empujaba la bicicleta, en el modo que tenían de lanzarse ojeadas unas a otras riéndose– comprendí que no lo eran. Además, mi abuela había velado siempre sobre mí con tan timorata delicadeza, que yo llegué a creerme que todas las cosas que no deben hacerse forman un conjunto indivisible, y que unas muchachas que no respetan a la ancianidad es poco probable que se paren en obstáculos cuando se trate de placeres más tentadores que el de saltar por encima de un octogenario.
Ahora ya las había individualizado; pero, sin embargo, la réplica que se daban unas a otras con los ojos, animados por un espíritu de suficiencia y compañerismo, en los que se encendía de cuando en cuando una chispa de interés o de insolente indiferencia, según se posaran en una de las amigas o en un transeúnte, y esa conciencia de conocerse con bastante intimidad para ir siempre juntas, formando “grupo aparte” creaba entre sus cuerpos separados e independientes, según iban avanzando por el paseo, un lazo invisible, pero armonioso, como una misma sombra cálida o una misma atmósfera que los envolviera, y formaba con todos ellos un todo homogéneo en sus partes y enteramente distinto de la multitud por entre la cual atravesaba calmosamente la procesión de muchachas.
Por un momento, cuando pasé junto a la muchacha carrilluda que iba empujando la bicicleta, mis miradas se cruzaron con las suyas, oblicuas y risueñas, que salían del fondo de ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia. La muchacha, que llevaba un sombrero de punto muy encasquetado, iba muy preocupada con la conversación de sus compañeras, y yo me pregunté si es que me había visto cuando se posó en mí el negro rayo que de su mirar salía. Si me había visto, ¿qué le habría parecido yo? ¿Desde qué remoto fondo de un desconocido universo me estaba mirando? Y no supe contestarme, como no sabe uno qué pensar cuando, gracias al telescopio, se nos aparecen determinadas particularidades en un astro vecino, respecto a la posibilidad de que esté poblado y de que sus habitantes nos vean, ni de la idea que de nosotros se formen.
Si pensáramos que los ojos de una muchacha no son más que brillantes redondeles de mica, no sentiríamos la misma avidez por conocer su vida y penetrar en ella. Pero nos damos cuenta de que lo que luce en esos discos de reflexión no proviene exclusivamente de su composición material; hay allí muchas cosas para nosotros desconocidas, negras sombras de las ideas que tiene esa persona de los seres y lugares que conoce –verdes pistas de los hipódromos, arena de los caminos, por donde me hubiese arrastrado, pedaleando a campo y a bosque traviesa, esta perimenudita, más seductora para mí que la del paraíso persa–, las sombras de la casa en donde va a penetrar ahora, los proyectos que hace o los proyectos que inspira; en esos redondeles de mica está ella, con sus deseos, sus simpatías, sus repulsiones, con su incesante y obscura voluntad. Así, que sabía yo que, de no poseer todo lo que en sus ojos se encerraba, nunca poseería a la joven ciclista. De suerte que lo que me inspiraba deseo era su vida entera; deseo doloroso por lo que tenía de irrealizable, pero embriagador, porque lo que entonces había sido mi vida dejó bruscamente de ser mi vida total y se transformó en una parte mínima del espacio que se extendía ante mí y que yo ansiaba recorrer, espacio formado por la vida de esas muchachas, que me ofrecía esa prolongación y multiplicación posibles de sí mismo que constituyen la felicidad. E indudablemente la circunstancia de que no hubiera entre nosotros ninguna costumbre –ni ninguna idea– común había de hacerme más difícil el poder llegar a tratarlas y ganarme su simpatía. Pero gracias precisamente a esas diferencias, a la conciencia de que no entraba en la manera de ser en los actos de aquellas chicas un solo elemento de los que yo conocía o poseía, fue posible que en mi espíritu la saciedad se cambiara en sed –sed tan ardiente como la de la tierra seca–, sed de una vida que mi alma absorbería ávidamente, a grandes sorbos, en perfectísima imbibición, justamente porque nunca había probado una gota de esa vida.
Tanto miré a la ciclista de los ojos brillantes, que pareció darse cuenta y dijo a la mayor de todas una frase que la hizo reír y que yo no entendí. En verdad, esta morena no era la que más me gustaba, cabalmente por ser morena, pues (desde el día en que vi a Gilberta en el sendero de Tansonville) fué para mí el inaccesible ideal una muchacha de pelo rojo y tez dorada. Pero también a Gilberta la quise porque se me apareció con la aureola de ser amiga de Bergotte e ir con él a ver catedrales. Y lo mismo ahora tenía motivo para regocijarme porque esta morena me había mirado (lo cual me hacía suponer que me sería más fácil entrar en relaciones con ella primero), pues así me presentaría a las demás, a la implacable chiquilla que saltó por encima del viejo, a la otra tan cruel que dijo: “¡Me da lástima ese pobre viejo!”, a todas aquellas muchachas de cuya inseparable amistad podía gloriarse. Y, sin embargo, la suposición de que algún día podría ser amigo de una de esas muchachas, que esos ojos cuyo desconocido mirar venía hasta mí algunas veces acariciándome sin saberlo, como rayo de sol que se posa en una pared, llegasen a dejar penetrar, por milagrosa alquimia, entre sus inefables parcelas la noción de mi existencia y hasta algún afecto, de que quizá alguna vez me fuera dado estar entre ellas, formar parte de la teoría que iba desarrollándose sobre el fondo que ponía el mar, me pareció suposición absurda; suposición que contuviese en sí una contradicción tan insoluble como si delante de un friso antiguo o de un fresco que figure el paso de una comitiva se me antojara posible el que yo, espectador, fuese a ocupar un sitio entre las divinas procesionantes, que me acogían con amor.
La felicidad de conocer a aquellas muchachas era cosa irrealizable. Bien es verdad que no era la primera felicidad de este género a que había yo renunciado. Bastaba con recordar las muchas desconocidas que, hasta en el mismo Balbec me había hecho dejar atrás para siempre el coche que corría a toda velocidad. Y el placer que me causaba la bandada de mocitas, noble como si estuviera compuesta de vírgenes helénicas, provenía de que tenía algo de pasajero, como las muchachas que me encontraba en los caminos. Esa fugacidad de los seres que no conocemos y que nos obligan a separarnos de la vida habitual, donde ya llegamos a saber los defectos de las mujeres que en ella tratamos, nos pone en un estado de persecución en que no hay nada que pueda parar la imaginación. Y quitar a nuestros placeres el lado imaginativo es reducirlo a la nada. Mucho menos me hubiesen encantado esas muchachas en caso de que alguna de esas celestinas que, como ya se vio, no desdeñaba yo siempre, me las hubiera ofrecido separadas del elemento que ahora las revestía de tantos matices y tal vaguedad. Es menester que la imaginación, avivada por la incertidumbre de si podrá lograr su objeto, invente una finalidad que nos tape la otra, y substituyendo al placer sensual la idea de penetrar en una vida humana, no nos deje reconocer ese placer, saborear su verdadero gusto ni reducirlo a sus justas proporciones.
Es menester que entre nosotros y ese pescado, pescado que en el caso de haberlo visto por primera vez servido en una mesa no nos parecería digno de las mil artimañas y rodeos que su captura requiere, se interponga en las tardes de pesca el remolino de la superficie del agua, en el que asoman, sin que nosotros sepamos a ciencia cierta para qué nos van a servir, una carne brillante y una forma indecisa entre la fluidez de un azul móvil y transparente.
A estas muchachas las favorecía también ese cambio de proporciones sociales característico de la vida de playa veraniega. Todas las preeminencias que en nuestro ambiente habitual nos sirven de prolongación y engrandecimiento se hacen invisibles ahora, se suprimen realmente, y en cambio los seres que, según suponemos nosotros, sin fundamento alguno, disfrutan de esas ventajas, se adelantan amplificados con falsa grandeza. Y por eso era muy fácil que unas desconocidas, en este caso las muchachas de la cuadrilla, adquirieran a mis ojos extraordinaria importancia y muy difícil que yo pudiese enterarlas de la importancia de mi persona.
Pero si este desfile de la bandada de muchachas tenía la ventaja de ser un resumen de ese rápido pasar de mujeres fugitivas, que siempre me preocupó, en este caso el huidizo desfile se sujetaba a un ritmo tan lento que casi era inmovilidad. En una fase tan poco rápida los rostros de las muchachas no se me representaban como arrastrados por un torbellino, sino perfectamente distintos y serenos; y el hecho de que vistos así me pareciesen bellos excluía la posibilidad, posibilidad que se me ocurría muchas veces cuando veía pasar a las mozas yendo en el coche de la señora de Villeparisis, de que viéndolas más de cerca y parándome un momento viniese a descubrirse algún detalle, como la tez picada de viruelas, la conformación defectuosa de la nariz, la mirada sosa, la sonrisa desgraciada, o una cintura fea, en lugar de aquellos rasgos perfectos en la cara y el cuerpo de la mujer, que yo me había imaginado; solía ocurrirme que me bastaba con entrever una línea de cuerpo bonita o una tez fresca para que en seguida añadiese yo de muy buena fe unos hombros perfectos o una mirada deliciosa, que en realidad eran recuerdo o idea preconcebida mía, porque ese rápido descifrar de la significación de un ser que vemos al vuelo nos expone a errores idénticos a los de una lectura hecha de prisa, en la que nos basamos en una sola sílaba, sin tomarnos tiempo para reconocer las que siguen, y ponemos en lugar de la palabra realmente escrita otra que nos brinda nuestra memoria. Pero ahora no podía ocurrir lo mismo. Me había fijado muy bien en sus rostros, y aunque no los vi en todos sus posibles perfiles y no se me presentaron de cara sino rara vez, pude coger de cada uno de ellos dos o tres aspectos lo bastante distintos para poder hacer, o bien la rectificación, o bien la verificación y prueba de las diferentes suposiciones de líneas y colores que arriesgué a primera vista; y observé que subsistía en ellos a través de las expresiones sucesivas una inalterable materialidad. Así, que pude decirme con toda seguridad que ni aun en el caso de las más favorables hipótesis respecto a lo que hubieran podido ser, si yo hubiese logrado pararme a hablar con ellas, las mujeres fugitivas que me llamaban la atención en París o en Balbec, ninguna me había inspirado con su aparición, y en seguida con su desaparición sin darme lugar a conocerla, la misma nostalgia que tras sí me dejarían estas muchachas, y con ninguna de ellas se me ocurrió que su amistad fuera cosa tan embriagadora. Ni entre las actrices, ni entre las mozas del campo, ni entre las pensionistas de los colegios de monjas vi yo nunca nada tan bello, tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible. Eran un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida; tanto, que casi fue por razones intelectuales por lo que me desesperé de miedo a no poder hacer en condiciones únicas, sin dejar posibilidad al error, la experiencia del máximo misterio que nos ofrece la belleza que deseamos; belleza que se consuela uno de no poseer nunca yendo a pedir placer –como Swann se negó siempre a hacer, antes de Odette– a mujeres que no se desean, de manera que llega la muerte sin que sepamos a qué sabía el placer deseado. Podía ocurrir que en realidad tal placer no fuese un placer desconocido, que visto de cerca se disipara su misterio, y que solo fuera proyección y espejismo del deseo. Pero si eso era cierto habría que atribuirlo a la necesidad de una ley de la naturaleza –que en el caso de aplicarse a estas muchachas se aplicaría igualmente a todas las del mundo–, pero no a lo defectuoso del objeto. Objeto que yo hubiera escogido entre otros muchos, pues me daba perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de que era imposible encontrar juntas especies más raras que las de estas flores tempranas que interrumpían en este momento, delante de mí, la línea del mar formando leve valladar que parecía hecho con rosales de Pensilvania que sirven de exorno a un jardín puesto en la brava ribera marina; a través de esos rosales se ve toda la extensión de océano que recorre un steamer deslizándose lentamente por la raya azul y horizontal que va de tallo a tallo de rosal, y tan despacio marcha el barco, que esta mariposa que se quedó entre los pétalos de una flor que ya dejó atrás el navío puede esperar tranquilamente a que sólo la separe de la flor siguiente una parcela azul para echarse a volar en la seguridad de que llegará antes que el vapor.
Una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban clubs de golf, y por su modo de vestir se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec, pues aunque entre éstas hubiera algunas que se dedicaban a los deportes, no adoptaban un traje especial para ese objeto.
Era aquella la hora en que damas y caballeros veraneantes solían dar su paseo por allí, expuestos a los implacables rayos que sobre ellos lanzaba, como si todo el mundo tuviese alguna tacha particular que había que inspeccionar hasta en sus mínimos detalles, los impertinentes de la señora del presidente de sala, sentada muy tiesa delante del quiosco de la música, en el centro de esa tan temida fila de sillas a las que muy pronto habrían de venir a instalarse estos paseantes, para juzgar a su vez, convertidos de actores en espectadores, a los que por allí desfilaran. Toda esa gente que andaba por el paseo, balanceándose como si estuvieran en el puente de un barco (porque no sabían mover una pierna sin hacer al propio tiempo otra serie de cosas: menear los brazos, torcer la vista, echar atrás los hombros, compensar el movimiento que acababan de hacer con otro equivalente en el lado contrario, y congestionarse el rostro), hacían como que no veían a los demás para fingir que no se ocupaban de ellos, pero los miraban a hurtadillas para no tropezarse con los que andaban a derecha e izquierda o venían en dirección contraria, y precisamente por eso se tropezaban, se enredaban unos con otros, pues también ellos habían sido recíproco objeto de la misma atención secreta y oculta tras aparente desdén, por parte de los demás paseantes; porque el amor –y por consiguiente el temor– a la multitud es móvil poderosísimo para todos los hombres, ya quieran agradar o deslumbrar a los demás, ya deseen mostrarles su desprecio. El caso del solitario que se encierra absolutamente, y a veces por toda la vida, muchas veces tiene por base un amor desenfrenado a la multitud, amor mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y que por no poder ganarse, cuando sale de casa, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero de punto, prefiere que no lo vean nunca, y para ello renuncia a toda actividad que exija salir a la calle.
En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales iban pensando en alguna cosa, pero delatando entonces la movilidad de su ánimo por una serie de bruscos ademanes y una divagación de la mirada tan poco armoniosos como la circunspecta vacilación de sus vecinos, las muchachas que digo, con ese dominio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin titubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás, de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban acercando a mí. Cada una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aunque, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna de ellas. No había más que una que, por su nariz recta y su tez morena, contrastaba vivamente con sus compañeras, como un rey Mago de tipo árabe en un cuadro del Renacimiento; a las demás las reconocía por un solo rasgo físico: a ésta, por sus ojos duros, resueltos y burlones; a aquélla, por los carrillos de color rosa tirando a cobrizo, tono que evocaba la idea del geranio, y ni siquiera esos rasgos los había yo atribuido indisolublemente a una muchacha determinada y distinta; y cuando (con arreglo al orden en que se iba desarrollando este maravilloso conjunto, en el que se tocaban los más opuestos aspectos y se unían las más diferentes gamas de color, pero todo ello confuso como una música en la que me fuese imposible aislar y reconocer las frases que iban pasando, perfectamente distintas, pero inmediatamente olvidadas) veía surgir un óvalo blanco, unos ojos azules o verdes, no sabía bien si esa cara y esa mirada eran las mismas que me sedujeron el momento antes, y me era imposible referirlas a una sola muchacha separada y distinta de las demás. Y, precisamente, el hecho de que en esta mi visión faltaran las demarcaciones que luego habría yo de fijar entre ellas propagaba en el grupo algo como una fluctuación armoniosa, la constante traslación de una belleza fluida, colectiva y móvil.
Si habían ido a reunirse en la vida aquellas amigas, todas guapas, para formar un grupo, quizá no era por puro efecto de la casualidad; acaso esas muchachas (que con sólo su actitud revelaban un modo de ser atrevido, frívolo y duro), sumamente sensibles a todo ridículo y fealdad e incapaces de sentirse atraídas por ninguna belleza de orden intelectual o moral, se encontraron un día con que entre todas sus compañeras se distinguían ellas por la repulsión que les inspiraban aquellas otras chicas que con su timidez, su encogimiento o sensibilidad, lo que ellas debían de llamar un “estilo antipático”, y no se juntaron con ellas; mientras que intimaron con otras muchachas que las atraían por su mezcla de gracia, de agilidad y belleza física, única forma con que se podía revestir; según ellas, un carácter franco y seductor, promesa de muy buenos ratos de amistosa compañía. Acaso fuese también que la clase social a que pertenecían, y que no pude precisar bien, se hallaba en ese punto de evolución en que, o bien por ser rica y ociosa, o bien por estar penetrada de las nuevas costumbres deportivas, tan difundidas hasta en ciertas capas del pueblo, y de una cultura física a la que queda aún por agregar la cultura intelectual se parecía un poco a esas escuelas de escultura armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, una clase social que produce naturalmente y en abundancia cuerpos hermosos, con piernas bonitas, con caderas bonitas, semblante tranquilo y sano y aire de astucia y agilidad. ¿Acaso no estaba yo viendo allí, delante del mar, nobles y serenos dechados de humana belleza, como estatuas colocadas al sol en la ribera de la tierra griega?
Parecía como que la cuadrilla de mozas, que iba avanzando por el paseo cual luminoso cometa, estimara que aquella multitud que había alrededor se componía de seres de otra raza, de seres cuyo sufrir no les inspiraría sentimiento alguno de solidaridad, y hacían como que no veían a nadie, obligando a todas las personas paradas a apartarse lo mismo que cuando se viene encima una máquina sin gobierno y que no se preocupa de choques con los transeúntes; a lo sumo cuando algún señor viejo, cuya existencia no admitían las jovenzuelas y cuyo contacto rehuían, escapaba con gestos de temor o indignación, precipitados o ridículos, se limitaban ellas a mirarse unas a otras, riéndose. No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio. Pero no podían ver ningún obstáculo sin divertirse en saltárselo, tomando carrerilla o a pies juntos, porque estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo; tanto, que hasta cuando se está triste o malo, y obedeciendo más bien a las necesidades de la edad que al humor del día, no se deja pasar ocasión de dar un salto o echarse a resbalar sin aprovecharla concienzudamente, interrumpiendo así el lento paseo, sembrándolo de graciosos incidentes, en que se tocan virtuosismo y capricho, lo mismo que hace Chopin con la frase musical más melancólica. La señora de un banquero ya muy viejo estuvo dudando en dónde colocar a su marido, y por fin lo sentó en su butaca plegable, dando cara al paseo, resguardado del aire y del sol por el quiosco de la música. Viéndolo ya bien instalado, acababa de marcharse en busca de un periódico para distraer con su lectura al esposo; estos cortos momentos en que lo dejaba solo, y que nunca duraban más de cinco minutos, cosa que a él le parecía mucho, los repetía la señora con bastante frecuencia, porque como deseaba prodigar a su viejo marido muchos cuidados y al propio tiempo disimularlos, de esa manera le daba la impresión de que aún se hallaba en estado de vivir como todo el mundo y no necesitaba protección. El quiosco de la música, al cual estaba arrimado el anciano, formaba una especie de trampolín natural y tentador; la primera muchacha de la cuadrilla echó a correr por el tablado de la música y dio un salto por encima del espantado viejo, rozándole la gorra con sus ágiles pies, todo ello con gran contentamiento de las otras muchachas, especialmente de unos ojuelos verdes pertenecientes a una cara de pepona, que expresaron ante aquel acto una admiración y alegría donde se me figuró a mí ver una cierta timidez vergonzosa y fanfarrona que no existía en las demás chiquillas. “¡Hay que ver ese pobre viejo, me da lástima, está medio cadáver ya!”, dijo una de ellas con voz bronca y en tono semiirónico. Anduvieron unos pasos más y se pararon en conciliábulo, en medio del paseo, sin darse por enteradas de que estaban estorbando el paso, formando una masa irregular, compacta, insólita y vocinglera, al igual de los pájaros que se agrupan para echarse a volar; luego reanudaron su lento caminar a lo largo del paseo, dominando el mar.
Ahora ya habían dejado de ser confusas e indistintas sus encantadoras facciones. Las había yo repartido y aglomerado (a falta de nombres) alrededor de la mayor, la que saltó por encima del viejo banquero; una menudita, que destacaba sobre el fondo del mar sus carrillos frescos y llenos y sus ojos verdes; otra de tez morena y nariz muy recta, en fuerte contraste con sus compañeras; la tercera tenía la cara muy blanca, como un huevo, y la naricilla formaba un arco de círculo cual el pico de un polluelo –cara que suelen tener algunos jovencitos–; la cuarta era alta y se envolvía en una pelerina, cosa que le daba un aspecto de pobre y desmentía la elegancia de su tipo (tanto, que a mí no se me ocurrió más explicación sino que aquella muchacha debía de tener unos padres de buena posición y que ponían su amor propio muy por encima de los veraneantes de Balbec y de la elegancia del indumento de sus hijos, de modo que les era igual que la chica anduviera por el paseo vestida de una manera que hasta para gente insignificante hubiese resultado modesta); y, por último, una muchacha de mirar brillante y risueño, de mejillas llenas y sin brillo, con una especie de gorra de sport muy encasquetada; iba empujando una bicicleta con un meneo de caderas tan desmadejado, con tal facha y soltando tales vocablos de argot muy ordinarios, y a gritos, cuando pasé a su lado (sin embargo, distinguí entre sus palabras esa frase molesta de “vivir su vida”), que tuve que abandonar la hipótesis basada en la pelerina de su compañera, y llegué a la consecuencia de que esas chiquillas eran de ese público que va a los velódromos, probablemente jóvenes amigas de corredores ciclistas. Claro es que en ninguna de mis suposiciones entraba la idea de que fuesen muchachas decentes. A primera vista –en el insistente mirar de la que empujaba la bicicleta, en el modo que tenían de lanzarse ojeadas unas a otras riéndose– comprendí que no lo eran. Además, mi abuela había velado siempre sobre mí con tan timorata delicadeza, que yo llegué a creerme que todas las cosas que no deben hacerse forman un conjunto indivisible, y que unas muchachas que no respetan a la ancianidad es poco probable que se paren en obstáculos cuando se trate de placeres más tentadores que el de saltar por encima de un octogenario.
Ahora ya las había individualizado; pero, sin embargo, la réplica que se daban unas a otras con los ojos, animados por un espíritu de suficiencia y compañerismo, en los que se encendía de cuando en cuando una chispa de interés o de insolente indiferencia, según se posaran en una de las amigas o en un transeúnte, y esa conciencia de conocerse con bastante intimidad para ir siempre juntas, formando “grupo aparte” creaba entre sus cuerpos separados e independientes, según iban avanzando por el paseo, un lazo invisible, pero armonioso, como una misma sombra cálida o una misma atmósfera que los envolviera, y formaba con todos ellos un todo homogéneo en sus partes y enteramente distinto de la multitud por entre la cual atravesaba calmosamente la procesión de muchachas.
Por un momento, cuando pasé junto a la muchacha carrilluda que iba empujando la bicicleta, mis miradas se cruzaron con las suyas, oblicuas y risueñas, que salían del fondo de ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia. La muchacha, que llevaba un sombrero de punto muy encasquetado, iba muy preocupada con la conversación de sus compañeras, y yo me pregunté si es que me había visto cuando se posó en mí el negro rayo que de su mirar salía. Si me había visto, ¿qué le habría parecido yo? ¿Desde qué remoto fondo de un desconocido universo me estaba mirando? Y no supe contestarme, como no sabe uno qué pensar cuando, gracias al telescopio, se nos aparecen determinadas particularidades en un astro vecino, respecto a la posibilidad de que esté poblado y de que sus habitantes nos vean, ni de la idea que de nosotros se formen.
Si pensáramos que los ojos de una muchacha no son más que brillantes redondeles de mica, no sentiríamos la misma avidez por conocer su vida y penetrar en ella. Pero nos damos cuenta de que lo que luce en esos discos de reflexión no proviene exclusivamente de su composición material; hay allí muchas cosas para nosotros desconocidas, negras sombras de las ideas que tiene esa persona de los seres y lugares que conoce –verdes pistas de los hipódromos, arena de los caminos, por donde me hubiese arrastrado, pedaleando a campo y a bosque traviesa, esta perimenudita, más seductora para mí que la del paraíso persa–, las sombras de la casa en donde va a penetrar ahora, los proyectos que hace o los proyectos que inspira; en esos redondeles de mica está ella, con sus deseos, sus simpatías, sus repulsiones, con su incesante y obscura voluntad. Así, que sabía yo que, de no poseer todo lo que en sus ojos se encerraba, nunca poseería a la joven ciclista. De suerte que lo que me inspiraba deseo era su vida entera; deseo doloroso por lo que tenía de irrealizable, pero embriagador, porque lo que entonces había sido mi vida dejó bruscamente de ser mi vida total y se transformó en una parte mínima del espacio que se extendía ante mí y que yo ansiaba recorrer, espacio formado por la vida de esas muchachas, que me ofrecía esa prolongación y multiplicación posibles de sí mismo que constituyen la felicidad. E indudablemente la circunstancia de que no hubiera entre nosotros ninguna costumbre –ni ninguna idea– común había de hacerme más difícil el poder llegar a tratarlas y ganarme su simpatía. Pero gracias precisamente a esas diferencias, a la conciencia de que no entraba en la manera de ser en los actos de aquellas chicas un solo elemento de los que yo conocía o poseía, fue posible que en mi espíritu la saciedad se cambiara en sed –sed tan ardiente como la de la tierra seca–, sed de una vida que mi alma absorbería ávidamente, a grandes sorbos, en perfectísima imbibición, justamente porque nunca había probado una gota de esa vida.
Tanto miré a la ciclista de los ojos brillantes, que pareció darse cuenta y dijo a la mayor de todas una frase que la hizo reír y que yo no entendí. En verdad, esta morena no era la que más me gustaba, cabalmente por ser morena, pues (desde el día en que vi a Gilberta en el sendero de Tansonville) fué para mí el inaccesible ideal una muchacha de pelo rojo y tez dorada. Pero también a Gilberta la quise porque se me apareció con la aureola de ser amiga de Bergotte e ir con él a ver catedrales. Y lo mismo ahora tenía motivo para regocijarme porque esta morena me había mirado (lo cual me hacía suponer que me sería más fácil entrar en relaciones con ella primero), pues así me presentaría a las demás, a la implacable chiquilla que saltó por encima del viejo, a la otra tan cruel que dijo: “¡Me da lástima ese pobre viejo!”, a todas aquellas muchachas de cuya inseparable amistad podía gloriarse. Y, sin embargo, la suposición de que algún día podría ser amigo de una de esas muchachas, que esos ojos cuyo desconocido mirar venía hasta mí algunas veces acariciándome sin saberlo, como rayo de sol que se posa en una pared, llegasen a dejar penetrar, por milagrosa alquimia, entre sus inefables parcelas la noción de mi existencia y hasta algún afecto, de que quizá alguna vez me fuera dado estar entre ellas, formar parte de la teoría que iba desarrollándose sobre el fondo que ponía el mar, me pareció suposición absurda; suposición que contuviese en sí una contradicción tan insoluble como si delante de un friso antiguo o de un fresco que figure el paso de una comitiva se me antojara posible el que yo, espectador, fuese a ocupar un sitio entre las divinas procesionantes, que me acogían con amor.
La felicidad de conocer a aquellas muchachas era cosa irrealizable. Bien es verdad que no era la primera felicidad de este género a que había yo renunciado. Bastaba con recordar las muchas desconocidas que, hasta en el mismo Balbec me había hecho dejar atrás para siempre el coche que corría a toda velocidad. Y el placer que me causaba la bandada de mocitas, noble como si estuviera compuesta de vírgenes helénicas, provenía de que tenía algo de pasajero, como las muchachas que me encontraba en los caminos. Esa fugacidad de los seres que no conocemos y que nos obligan a separarnos de la vida habitual, donde ya llegamos a saber los defectos de las mujeres que en ella tratamos, nos pone en un estado de persecución en que no hay nada que pueda parar la imaginación. Y quitar a nuestros placeres el lado imaginativo es reducirlo a la nada. Mucho menos me hubiesen encantado esas muchachas en caso de que alguna de esas celestinas que, como ya se vio, no desdeñaba yo siempre, me las hubiera ofrecido separadas del elemento que ahora las revestía de tantos matices y tal vaguedad. Es menester que la imaginación, avivada por la incertidumbre de si podrá lograr su objeto, invente una finalidad que nos tape la otra, y substituyendo al placer sensual la idea de penetrar en una vida humana, no nos deje reconocer ese placer, saborear su verdadero gusto ni reducirlo a sus justas proporciones.
Es menester que entre nosotros y ese pescado, pescado que en el caso de haberlo visto por primera vez servido en una mesa no nos parecería digno de las mil artimañas y rodeos que su captura requiere, se interponga en las tardes de pesca el remolino de la superficie del agua, en el que asoman, sin que nosotros sepamos a ciencia cierta para qué nos van a servir, una carne brillante y una forma indecisa entre la fluidez de un azul móvil y transparente.
A estas muchachas las favorecía también ese cambio de proporciones sociales característico de la vida de playa veraniega. Todas las preeminencias que en nuestro ambiente habitual nos sirven de prolongación y engrandecimiento se hacen invisibles ahora, se suprimen realmente, y en cambio los seres que, según suponemos nosotros, sin fundamento alguno, disfrutan de esas ventajas, se adelantan amplificados con falsa grandeza. Y por eso era muy fácil que unas desconocidas, en este caso las muchachas de la cuadrilla, adquirieran a mis ojos extraordinaria importancia y muy difícil que yo pudiese enterarlas de la importancia de mi persona.
Pero si este desfile de la bandada de muchachas tenía la ventaja de ser un resumen de ese rápido pasar de mujeres fugitivas, que siempre me preocupó, en este caso el huidizo desfile se sujetaba a un ritmo tan lento que casi era inmovilidad. En una fase tan poco rápida los rostros de las muchachas no se me representaban como arrastrados por un torbellino, sino perfectamente distintos y serenos; y el hecho de que vistos así me pareciesen bellos excluía la posibilidad, posibilidad que se me ocurría muchas veces cuando veía pasar a las mozas yendo en el coche de la señora de Villeparisis, de que viéndolas más de cerca y parándome un momento viniese a descubrirse algún detalle, como la tez picada de viruelas, la conformación defectuosa de la nariz, la mirada sosa, la sonrisa desgraciada, o una cintura fea, en lugar de aquellos rasgos perfectos en la cara y el cuerpo de la mujer, que yo me había imaginado; solía ocurrirme que me bastaba con entrever una línea de cuerpo bonita o una tez fresca para que en seguida añadiese yo de muy buena fe unos hombros perfectos o una mirada deliciosa, que en realidad eran recuerdo o idea preconcebida mía, porque ese rápido descifrar de la significación de un ser que vemos al vuelo nos expone a errores idénticos a los de una lectura hecha de prisa, en la que nos basamos en una sola sílaba, sin tomarnos tiempo para reconocer las que siguen, y ponemos en lugar de la palabra realmente escrita otra que nos brinda nuestra memoria. Pero ahora no podía ocurrir lo mismo. Me había fijado muy bien en sus rostros, y aunque no los vi en todos sus posibles perfiles y no se me presentaron de cara sino rara vez, pude coger de cada uno de ellos dos o tres aspectos lo bastante distintos para poder hacer, o bien la rectificación, o bien la verificación y prueba de las diferentes suposiciones de líneas y colores que arriesgué a primera vista; y observé que subsistía en ellos a través de las expresiones sucesivas una inalterable materialidad. Así, que pude decirme con toda seguridad que ni aun en el caso de las más favorables hipótesis respecto a lo que hubieran podido ser, si yo hubiese logrado pararme a hablar con ellas, las mujeres fugitivas que me llamaban la atención en París o en Balbec, ninguna me había inspirado con su aparición, y en seguida con su desaparición sin darme lugar a conocerla, la misma nostalgia que tras sí me dejarían estas muchachas, y con ninguna de ellas se me ocurrió que su amistad fuera cosa tan embriagadora. Ni entre las actrices, ni entre las mozas del campo, ni entre las pensionistas de los colegios de monjas vi yo nunca nada tan bello, tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible. Eran un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida; tanto, que casi fue por razones intelectuales por lo que me desesperé de miedo a no poder hacer en condiciones únicas, sin dejar posibilidad al error, la experiencia del máximo misterio que nos ofrece la belleza que deseamos; belleza que se consuela uno de no poseer nunca yendo a pedir placer –como Swann se negó siempre a hacer, antes de Odette– a mujeres que no se desean, de manera que llega la muerte sin que sepamos a qué sabía el placer deseado. Podía ocurrir que en realidad tal placer no fuese un placer desconocido, que visto de cerca se disipara su misterio, y que solo fuera proyección y espejismo del deseo. Pero si eso era cierto habría que atribuirlo a la necesidad de una ley de la naturaleza –que en el caso de aplicarse a estas muchachas se aplicaría igualmente a todas las del mundo–, pero no a lo defectuoso del objeto. Objeto que yo hubiera escogido entre otros muchos, pues me daba perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de que era imposible encontrar juntas especies más raras que las de estas flores tempranas que interrumpían en este momento, delante de mí, la línea del mar formando leve valladar que parecía hecho con rosales de Pensilvania que sirven de exorno a un jardín puesto en la brava ribera marina; a través de esos rosales se ve toda la extensión de océano que recorre un steamer deslizándose lentamente por la raya azul y horizontal que va de tallo a tallo de rosal, y tan despacio marcha el barco, que esta mariposa que se quedó entre los pétalos de una flor que ya dejó atrás el navío puede esperar tranquilamente a que sólo la separe de la flor siguiente una parcela azul para echarse a volar en la seguridad de que llegará antes que el vapor.
La Cinefilia No Es Patriota
6 Comments:
At 9:24 PM, Anonymous said…
imperfeccion emocional, realmente es cinematografico porque solo se puede proyectar
increible tu seleccion, proximo lunes me estoy dando la vuelta por el ciclo
ricardo
saludos
At 6:31 AM, Anonymous said…
¡¿Cómo demonios denominar la narración de Proust de algo cinematográfico?!---¡Qué pensamiento poco imaginativo! Bueno, además de eso, je, tener la picardía (no hay otra manera de acomodar eso) de pegar la traducción en el horrendo lenguaje castellano. Hay que notar la supuesta ironía y leve sarcasmo (que son la misma cosa después de todo) con que el ignoramundo ha pegado su acotación "pequeñísimo" creyéndose muy listo; además, je, el innecesario "que lea el que sepa leer"---que lea a Proust en francés. ¿O qué? Acaso, ¿el zambo Mario Costra Koboxer (alias el Jaguar) cree que Proust era de Breña o de SJL como él? No es tanto una cuestión de gustos o siquiera de incluir un párrafo. Bastaría con que no se comparase literatura con cine ni siquiera en términos críticos. Son dos cosas mutuamente excluyentes. Hay cosas que están lejos de ser lo que aparentan. Sólo para que tenga una mínima idea de lo que presume el zambito, el texto no es imagen así uno crea que la evoca. Por algo el cine supone movimiento, algo que el texto no requiere. El lenguaje funciona de otra manera, y ni Sontag traducida por algún panadero de Sevilla va a hacerle entender eso al zambito.
At 11:31 AM, La cinefilia no es patriota said…
Ese texto claramente funciona como un desenfocado.
No llegarías a la conclusión de que algo es incomparable si no hubieras hecho comparaciones antes.
El cine siempre ha exisitdo, son nuestras imágenes mentales.
Cuando uno lee un texto, uno actúa como proyector, sobre la pantalla del papel o del monitor o de la mente.
Proust era un plebeyo, y, por supuesto, uno de los espíritus más sutiles.
Bien harías en tratar de imitarlo, dentro de tus posiblidades. Que espero sean amplias...
At 9:30 PM, F said…
no lei nada. leer a proust ya es bastante dificil en soporte de libro... la proxima regreso y lo imprimo.
At 10:54 PM, Anonymous said…
http://www.jorgecarrion.com/tertuliaEntJoseLuisGuerin.htm
En muchas de las opiniones que va defendiendo se observa cierta influencia de Proust...
Cuando hice Tren de Sombras acababa de leerle. Me apasiona. Lo que escribe sobre las mujeres es impresionante; no he encontrado en la literatura algo sobre los sentimientos y la pasión heterosexual más lúcido que lo que ha escrito ese escritor homosexual. Y verdaderamente creo que aquella escena de A la sombra de las muchachas en flor en que Marcel ve pasar a una bandada de muchachas en bicicletas, desde una playa, un solo instante que ocupa como ochenta, es magistral porque desearías que no se acabara nunca. Verdaderamente es un trabajo de moviola, porque cada fotograma se va acercando más y ese pelotón de muchachas va teniendo unas revelaciones maravillosas; por lo menos para mí la revelación de la descripción como fuente de acción, de ideas, era algo completamente desconocido.
At 1:43 PM, La cinefilia no es patriota said…
El cine como arte aún no ha nacido (…) El futuro del cine depende de la posibilidad de que a él se dediquen las personas que aman a la Literatura por encima de todo.
Aleksandr Sokurov.
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